sábado, 16 de abril de 2011

¿Por qué está la gente tan dispuesta a perdonar el fracaso del gobierno?

¿Por qué está la gente tan dispuesta a perdonar el fracaso del gobierno?

Por Christopher Westley

En un momento dado, desarrollé una teoría de que tenemos muchas menores expectativas para el rendimiento del sector público que para el del privado.[1] Vemos esto en la explicación habitual que, cuando se aplica a Enron, hace que las fuerzas de mercado echen abajo tal empresa mientras que el Departamento de Defensa pierde miles de millones de dólares anualmente. La diferencia en términos de derroche entre los dos sectores es exponencial, pero mientras que a Enron se le hace responsable por su ética, el gobierno tiene tolerancia.

O consideremos lo que toleramos al servicio de Correos frente a lo que toleramos a empresas como FedEx o UPS. De nuevo, si esas empresas del sector privado incurrieran en los costes y derroche que institucionaliza Correos, hace mucho que habrían desaparecido y sus activos se habrían transferido a otra entidades que las instituciones de mercado crean que usarían esos activos más eficiente y rentablemente.

La lista puede continuar. Comparen a Amtrak con el transporte privado; los miles de millones de dólares de los contribuyentes derrochado en producir el Chevy Volt (lo único eléctrico de este coche es que produce una sacudida lo malo que es) comparado con sus competidores;[2] los patrones aplicados a los estudiantes de escuelas públicas frente a lo que se demanda en escuelas privadas y domésticas o el derroche masivo que aceptamos en esas leyes federales de transporte y “agrícolas” que el Congreso aprueba cada cinco años, independientemente del partido en el poder.

Esos ejemplos están tan aceptados universalmente que no merece siquiera la pena citarlos. El resultado es una enorme dicotomía en la vida moderna y quienes lo apuntamos nos sentimos a menudo como el niño que se preguntaba por qué había tanto revuelo acerca del traje evidentemente inexistente del emperador.

El resultado de esta dicotomía es el crecimiento del gobierno, lo que se relaciona inversamente con aquellas características que asociamos con una sociedad libre y virtuosa. El resultado es una creciente animosidad en la sociedad entre contribuyentes netos y consumidores netos de impuestos y el caos cuando fracasan las instituciones ratifícales, de las cuales tantos se han hecho dependientes. Consideremos el triste caso de la Seguridad Social. Si ha habido alguna vez un ejemplo de la diferencia entre las expectativas populares mantenidas entre rendimiento público y privado, es la Seguridad Social.

Empezó en la década de 1930, un tiempo de incertidumbre en la economía orquestada por el estado. Como hoy, esta incertidumbre emanaba de múltiples intervenciones sin precedentes ni predecibles en el sistema de mercado. (La propia Gran Depresión duraría 17 años, acabando cuando los new dealers, que fueron el origen de muchas de estas intervenciones, fueron repudiados poco después de la muerte de Franklin Roosevelt). Mirando atrás, lo que sorprende es lo limitado que era el programa cuando empezó. Reclamaba un mero 2% de las nóminas y ofrecía pagos suplementarios a trabajadores jubilados ancianos en un momento en que la mayoría de la gente moría con sesentaytantos años y cuando la relación trabajador/jubilado era de 16 a 1. (Ahora es de 3 a 1 y bajando).

Por tanto, la Seguridad Social es un buen caso de estudio del intervencionismo público en general. El crecimiento del sector público empieza a una pequeña escala y desarrolla una clase dependiente. Cuando se producen inevitablemente las consecuencias no pretendidas, los cargos públicos aumentan sus programas para resolver estos problemas al tiempo que echan la culpa a la “fuerza de la avaricia” o el “fracaso del mercado”. Aunque el papel de dichas crisis (reales o imaginadas) en instigar este ciclo fue explicado por el economista Robert Higgs en su clásico moderno Crisis and Leviathan, el ciclo general de intervención llevando a consecuencias no pretendidas llevando a una mayor intervención fue explicado por el liberal clásico Ludwig von Mises en la década de 1920.[3]

Roosevelt sabía que la Seguridad Social era principalmente un triunfo político.[4] En una historia relatada por el historiador Arthur Schlesinger, Roosevelt contaba una advertencia de un visitante acerca de las incoherencias económicas del programa:

Supongo que tiene razón en lo económico, pero esos impuestos nunca fueron un problema de economía. Eran algo completamente político. Ponemos esas contribuciones de las nóminas para dar a los contribuyentes un derecho legal, moral y político a recibir sus pensiones y sus prestaciones de desempleo. Con estos impuestos, ningún maldito político podrá nunca abolir mi programa de Seguridad Social.[5]

También tenía toda la maldita razón. Siempre que las leyes de la economía se levantan contra la política de la Seguridad Social, el Congreso expande constantemente sus prestaciones y aumenta los impuestos sobre las nóminas para crear más dependencia. Buena parte del desempleo actual deriva del aumento de los costes que este programa genera en el mercado laboral.

El premio Nobel Edward Prescott ha demostrado que mientras que la carga legal de la Seguridad Social se comparte entre empresario y empleado, la carga económica recae principalmente en los trabajadores, que reciben menores salarios y menos oportunidades de empleo. Como consecuencia, Prescott argumenta que los empleados responden a disminuciones en los salarios disminuyendo aún más la oferta de mano de obra. (En términos económicos, Prescott está destacando las consecuencias de una oferta de mano de obra altamente elástica).[6]

La gestión del Congreso de este programa a lo largo de las décadas solo puede pervivir en un mundo en que la gente tenga menores expectativas para el rendimiento del sector público. Refleja la inclinación keynesiana dominante de ajustes a corto plazo, porque (como argumentaba Keynes) el largo plazo nunca acaba de llegar. En el largo plazo, todos estamos muertos. Un aforismo más cierto sería que en el largo plazo, todos estamos jorobados.[7] En el caso de la Seguridad Social, esto se ha convertido en una certidumbre actuarial.

Las cifras no lucen tan bien. La Seguridad Social tenía superávit cuando los 78 millones de baby boomers estaban en el máximo de sus ganancias, pero ahora está en déficit: los jubilados están aumentando en número y empezando a recoger parte de la riqueza que les fue coactivamente transferida en este esquema de tipo Ponzi. Sus derechos no financiados se cifran en decenas de billones mucho antes de las preocupaciones de la crisis financiera de 2008 y las distintas expansiones del gobierno desde entonces. El economista de la Universidad de Boston Laurence Kotlikoff calculó recientemente que, debido a décadas de gastos como estos de la Seguridad Social y otros programas, la diferencia entre obligaciones financiadas y no financiadas totaliza 202 billones de dólares.[8]

Añadiendo el insulto a la injuria, la Oficina del Presupuesto del Congreso realizó más de 500 simulaciones reflejando posibles resultados del programa, dada su actual salud fiscal. El propósito era medir qué generación de entre las cohortes nacidas en las décadas de 1940, de 1960 y de 1980 no recibiría prestaciones de la Seguridad Social.[9] Los resultados, publicados en octubre de 2010, no fueron prometedores, como explicaba recientemente Bruce Krasting en Business Insider. Escribe Krasting:

Si usted ha nacido en la década de 1940, la probabilidad de que reciba el 100% de las prestaciones previstas es de casi el 100%. La gente en este grupo de edad morirá antes de que la SS se vea forzada a recortar las prestaciones previstas. Si nació en los sesenta las cosas siguen sin pintar tan mal. Dependiendo de cuánto viva, las probabilidades (76+%) son bastante buenas de que obtenga todas las prestaciones previstas. Sin embargo, si nació en los ochenta tiene un problema. Los números se caen por un acantilado si usted tiene hoy entre 30 y 40 años. En solo el 13% de los posibles escenarios obtendrá lo que actualmente espera de la SS. Si nació después de 1990 simplemente no tiene ninguna posibilidad estadística de obtener aquello por lo que está pagando.[10]

Krasting piensa que el resultado final será una guerra de generaciones, al darse cuenta las generaciones más jóvenes de que están obligadas a pagar por la irresponsabilidad fiscal de las generaciones anteriores. Los jóvenes con los que he entrado en contacto se enfurecen, al menos los que han estudiado el asunto. El economista de Universidad de Nottingham, Kevin Dowd, en un discurso a jóvenes acerca de las promesas del estado de bienestar por las que se pagarán el resto de su vida laboral hacía la pregunta: “¿Queréis una vida de trabajo duro y esclavitud, seguida por una indigencia definitiva, o queréis manteneros por vosotros mismos y luchar por la posibilidad de una vida decente? Vosotros elegís”.

Realmente es así. La Seguridad Social es un microcosmos de tendencias políticas para permitir que los beneficios políticos a corto plazo les cieguen ante los problemas económicos propios de los programas de bienestar y guerra. Lo más importante es que este programa público destaca la dicotomía entre las expectativas de lo público y lo privado. Las Seguridad Social solo pervive porque nos han condicionado a ver el rendimiento del sector público con expectativas menores. A largo plazo, estamos obligando a las generaciones futuras (incluyendo posiblemente la que me encuentro hoy en mis clases de economía) a una fácil elección.

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