La raíz republicana |
Jesús Silva-Herzog Márquez |
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Los republicanos vivieron la libertad como ausencia de dependencia; los liberales la entendieron como falta de interferencia. Para los republicanos el ciudadano es libre cuando participa en una asamblea y forma, con su voluntad, la decisión colectiva; para los liberales, en cambio, el individuo es libre si nadie lo fastidia en su casa. Dos paradigmas se han opuesto. El modelo republicano se basa en una idea fuerte de ciudadanía, en el valor del servicio militar, en la lógica sacrificial, la religión cívica y en la prioridad de lo colectivo. Por su parte, el paradigma liberal descansa en la defensa de los derechos individuales, en la libertad religiosa, el gobierno limitado y la separación estricta entre lo bueno y lo lícito. La conferencia de Skinner fue publicada en un librito un año después. La libertad antes del liberalismo traza una línea dura entre liberalismo y republicanismo. La separación no es ideológicamente aséptica: Skinner está convencido de que la victoria del liberalismo supone una desgracia histórica. Un empobrecimiento conceptual que nos ha resultado muy caro. La obra de Skinner no es, desde luego, la única que sostiene esa separación radical de tradiciones. Hannah Arendt sostuvo, en su tiempo, ese antagonismo. Más recientemente, Pocock y Pettit han subrayado la oposición radical entre liberalismo y republicanismo; una competencia sin posibilidad de acuerdo. Para Philip Pettit la victoria del liberalismo no solamente fue una separación. En realidad, fue una traición: un golpe de Estado teórico que vació la libertad de contenido.2
Pero, ¿puede hablarse de una separación radical de modelos? ¿Es válido imaginar el mundo de las ideas como esencias en antítesis? Andreas Kalyvas e Ira Katznelson no lo creen y han publicado un libro para rebatir esa interpretación. Pensar en dicotomías puede ser un buen recurso nemotécnico, puede ser un útil atajo para profesores, pero no hace justicia a la compleja hibridación de las ideas. La república se adaptó al tiempo haciendo acopio de nuevos instrumentos. El mundo cambió antes y durante la era de las grandes revoluciones políticas: se impuso una sociedad comercial, fue surgiendo una sociedad civil independiente, avanzó el pluralismo religioso, se consolidó la centralización administrativa. Frente a esos retos, los primeros liberales tuvieron a bien adaptar el vocabulario que les era accesible.
Puede decirse así que el lenguaje del liberalismo nace de lengua republicana. No hubo una separación súbita y tajante. Por el contrario, el pensamiento liberal fue armonizando imaginativamente esas gramáticas que ahora se consideran radicalmente incompatibles. Puede entenderse entonces que el liberalismo fue un intento por poner al día las herramientas y el vocabulario del universo republicano. Para los autores de Liberal Beginnings. Making a Republic for the Moderns (Cambridge University Press, 2008), la idea de poner estos cuerpos de ideas frente a frente, como si fueran recipientes de categorías incompatibles, supone un esfuerzo por olvidar la génesis del liberalismo. Nos invitan a recordar su irónica gestación.
Los primeros liberales ensancharon las fronteras del pensamiento republicano sin abandonar sus ideas centrales. Adam Smith, por ejemplo, se percató que en la naciente sociedad comercial resultaba imposible seguir bajo los mismos principios que regían a las antiguas repúblicas pero su perspectiva moral no olvidaba esa necesidad de reconocimiento que era crucial en la plaza de la república. En la fundación de Estados Unidos los temas clásicos del republicanismo italiano toman una nueva dirección. Hasta en la arquitectura de la ciudad de Washington es evidente el aire de Roma. Benjamin Constant, autor del célebre discurso sobre la libertad moderna, logró ensamblar un complejo artefacto constitucional en donde apareció con nitidez el culto por los derechos individuales pero ni ahí desaparece el llamado por lo público. En Constant es perceptible el temor a la soberanía popular y la denuncia del perverso egoísmo. Si el pensamiento liberal se inserta en la historia, aparecerá como un complejo de ideas que se cocinan al hervor de las circunstancias y los apremios particulares. Tras leer detenidamente a Adam Smith y a Adam Ferguson, a Paine y a Madison, a Madame de Staël y Benjamin Constant, Kalyvas y Katznelson concluyen que el liberalismo no es un “modelo portátil”. Es, eso sí, un modo peculiar de razonamiento práctico. Cada uno de los autores clásicos que se examina en Los comienzos liberales encaró los retos de su tiempo a su modo. Pero todos entendieron que la respuesta a sus desafíos se encontraba dentro a la mano. No tenían que escapar a la metafísica para resolver sus problemas. No buscaron guía en la trascendencia del derecho divino o en el experimento del estado de naturaleza que concluye con la redacción de un contrato.
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