lunes, 6 de junio de 2011

La raíz republicana

La raíz republicana
Jesús Silva-Herzog Márquez

Quentin Skinner no es un historiador dado a las simplificaciones. Su reconstrucción de las ideas políticas nunca ha sido apresurada. Para precisar el sentido de una palabra en un tratado renacentista puede despertar los volúmenes más extravagantes de un sueño de siglos. En sus libros, la contribución de los grandes teóricos del gobierno adquiere sentido en su propio tiempo. Sólo si entendemos la tradición en la que están insertos, sólo si podemos acercarnos al universo de connotaciones que giraban en la cabeza del teórico podemos comprender su argumento. Sus obras sobre el mundo de Maquiavelo y el de Hobbes son en verdad imponentes. No son atajos para entender sus ideas: son invitaciones a vivir en su tiempo.1 En 1997 Skinner dictó una famosa conferencia en la Universidad de Cambridge donde, de alguna manera, desarrolló el contraste entre sus dos gigantes. Desde luego, la aproximación a la política del filósofo de Malsmebury no puede ser más distinta a la del diplomático de Florencia. Maquiavelo se sumerge en la historia para interrogar a los antiguos; Hobbes cierra los libros con el afán de reinventar el vocabulario del Orden. Podría decirse que en ningún aspecto resalta tanto el contraste entre Los discursos y el Leviatán que la noción de la libertad que cada obra expone. A esa separación dedica Skinner su conferencia: Maquiavelo es el gran defensor de la libertad republicana mientras Hobbes el fundador de la noción liberal de la libertad.

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Los republicanos vivieron la libertad como ausencia de dependencia; los liberales la entendieron como falta de interferencia. Para los republicanos el ciudadano es libre cuando participa en una asamblea y forma, con su voluntad, la decisión colectiva; para los liberales, en cambio, el individuo es libre si nadie lo fastidia en su casa. Dos paradigmas se han opuesto. El modelo republicano se basa en una idea fuerte de ciudadanía, en el valor del servicio militar, en la lógica sacrificial, la religión cívica y en la prioridad de lo colectivo. Por su parte, el paradigma liberal descansa en la defensa de los derechos individuales, en la libertad religiosa, el gobierno limitado y la separación estricta entre lo bueno y lo lícito. La conferencia de Skinner fue publicada en un librito un año después. La libertad antes del liberalismo traza una línea dura entre liberalismo y republicanismo. La separación no es ideológicamente aséptica: Skinner está convencido de que la victoria del liberalismo supone una desgracia histórica. Un empobrecimiento conceptual que nos ha resultado muy caro. La obra de Skinner no es, desde luego, la única que sostiene esa separación radical de tradiciones. Hannah Arendt sostuvo, en su tiempo, ese antagonismo. Más recientemente, Pocock y Pettit han subrayado la oposición radical entre liberalismo y republicanismo; una competencia sin posibilidad de acuerdo. Para Philip Pettit la victoria del liberalismo no solamente fue una separación. En realidad, fue una traición: un golpe de Estado teórico que vació la libertad de contenido.2

Pero, ¿puede hablarse de una separación radical de modelos? ¿Es válido imaginar el mundo de las ideas como esencias en antítesis? Andreas Kalyvas e Ira Katznelson no lo creen y han publicado un libro para rebatir esa interpretación. Pensar en dicotomías puede ser un buen recurso nemotécnico, puede ser un útil atajo para profesores, pero no hace justicia a la compleja hibridación de las ideas. La república se adaptó al tiempo haciendo acopio de nuevos instrumentos. El mundo cambió antes y durante la era de las grandes revoluciones políticas: se impuso una sociedad comercial, fue surgiendo una sociedad civil independiente, avanzó el pluralismo religioso, se consolidó la centralización administrativa. Frente a esos retos, los primeros liberales tuvieron a bien adaptar el vocabulario que les era accesible.

Puede decirse así que el lenguaje del liberalismo nace de lengua republicana. No hubo una separación súbita y tajante. Por el contrario, el pensamiento liberal fue armonizando imaginativamente esas gramáticas que ahora se consideran radicalmente incompatibles. Puede entenderse entonces que el liberalismo fue un intento por poner al día las herramientas y el vocabulario del universo republicano. Para los autores de Liberal Beginnings. Making a Republic for the Moderns (Cambridge University Press, 2008), la idea de poner estos cuerpos de ideas frente a frente, como si fueran recipientes de categorías incompatibles, supone un esfuerzo por olvidar la génesis del liberalismo. Nos invitan a recordar su irónica gestación.

Los primeros liberales ensancharon las fronteras del pensamiento republicano sin abandonar sus ideas centrales. Adam Smith, por ejemplo, se percató que en la naciente sociedad comercial resultaba imposible seguir bajo los mismos principios que regían a las antiguas repúblicas pero su perspectiva moral no olvidaba esa necesidad de reconocimiento que era crucial en la plaza de la república. En la fundación de Estados Unidos los temas clásicos del republicanismo italiano toman una nueva dirección. Hasta en la arquitectura de la ciudad de Washington es evidente el aire de Roma. Benjamin Constant, autor del célebre discurso sobre la libertad moderna, logró ensamblar un complejo artefacto constitucional en donde apareció con nitidez el culto por los derechos individuales pero ni ahí desaparece el llamado por lo público. En Constant es perceptible el temor a la soberanía popular y la denuncia del perverso egoísmo. Si el pensamiento liberal se inserta en la historia, aparecerá como un complejo de ideas que se cocinan al hervor de las circunstancias y los apremios particulares. Tras leer detenidamente a Adam Smith y a Adam Ferguson, a Paine y a Madison, a Madame de Staël y Benjamin Constant, Kalyvas y Katznelson concluyen que el liberalismo no es un “modelo portátil”. Es, eso sí, un modo peculiar de razonamiento práctico. Cada uno de los autores clásicos que se examina en Los comienzos liberales encaró los retos de su tiempo a su modo. Pero todos entendieron que la respuesta a sus desafíos se encontraba dentro a la mano. No tenían que escapar a la metafísica para resolver sus problemas. No buscaron guía en la trascendencia del derecho divino o en el experimento del estado de naturaleza que concluye con la redacción de un contrato.

Dicen los autores: “Ocupando un espacio entre lo abstracto y lo concreto, lo normativo y lo descriptivo, lo universal y lo particular, [el liberalismo] plantea juicios políticos que modelan y restringen el pensamiento y la acción en situaciones particulares”. De este modo, el liberalismo se percató muy pronto que su ambición teórica puede progresar solamente si se hace cargo de las condiciones históricas concretas. El razonamiento político riguroso no puede soslayar la sociología de la acción. Kalyvas y Katznelson sugieren superar esas dicotomías que sólo alimentan la nostalgia republicana o la ilusión de un liberalismo químicamente puro. Leo en su libro que el liberalismo que hace falta es abierto y sincrético, nunca una caja cerrada que se sueña pura.

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