domingo, 19 de junio de 2011

El mito del gobernante benévo

El mito del gobernante benévo

Hay cierta regla del pensamiento progresista vernáculo, compartida tanto por oficialistas como por algunos opositores, que establece la idea de que la bondad o maldad de las personas depende de la ideología que abracen. Este progresismo entiende que sólo la mirada colectiva, solidaria y masificadora engloba las cosas buenas del ser humano y, por lo tanto, todo sistema económico surgido de esta concepción no sólo traerá prosperidad y crecimiento per se sino que también hará buenas, sin más, a las personas.

Esto explica, entre otras cosas, que el progresismo acepte sin reparos la idea del gobernante benévolo, que sería una especie de filántropo en estado puro dedicado a planificar desde el Estado, y a llevar a cabo desde su silla oficial, el bienestar para todos.

Con la misma simpleza, el progresismo piensa que el malhechor, opuesto a semejante bondad, es aquel que adscribe a ideas que miran a la persona individual como el verdadero realizador de su propia felicidad que, a través de interacciones, coordina sus esfuerzos con sus semejantes más allá de la decisión y voluntad del planificador benevolente. A este malvado individualista y egoísta lo llaman capitalista y su perverso sistema es el mercado.

La verdad sea dicha y no hay ideología que haga buenas o malas a las personas a priori, sino que, la propia condición humana nos hace tanto buenos como proclives a caer en la tentación. El dicho popular dice “la carne es débil”. Por ello, la historia política ha resuelto el problema de escasés del monarca o autócrata benévolo -que por naturaleza humana no existe- creando sistemas que fraccionan el poder en forma temporal, funcional y espacial, y todo ello con delicados mecanismos de controles y contrapesos. De este modo el poder puede residir en personas de carne y hueso susceptibles de caer en la tentación.

Este sistema no bajó a la Tierra de una nave marciana ni permanece oculto con clave de acceso secreta. Está plasmado en nuestra Constitución de 1953 y establece el sistema representativo, republicano y federal. Así, las personas ocupan sus cargos por períodos; los que ejecutan las leyes son distintos de quienes las establecen y de quienes juzgan su cumplimiento. Adicionalmente, las competencias sobre la recaudación y aplicación de los recursos públicos están desconcentradas de modo de impedir que el “funcionario benevolente caído en la tentación” haga lo que quiera y finalmente se beneficie él y sus secuaces.

Al igual que la rueda y la pólvora, el sistema republicano ya fue inventado hace siglos. ¿Para qué el progresismo se esmera en inventar uno nuevo basado en un falso supuesto? Respuesta: porque suena muy tentador, como el canto de las sirenas, cuando el autócrata benevolente promete a las masas, a cambio de su voto, que él se ocupará de todos sus problemas. Es muy tentador transferir, a cambio de unas migajas, todas las preocupaciones y responsabilidades de nuestras vidas. Este tipo de acuerdos parecen entablar una relación sin fisuras entre gobernante y las masas.

Pero las fisuras aparecen en los casos como el de Schoklender y las Madres de Plaza de Mayo. Cuando todo iba bien, el progresismo oficialista inflaba el pecho, y detrás de los derechos humanos, parecía derrochar bienestar construyendo casas populares con recursos del Estado. Ahora, el progresismo se escandaliza porque Schoklender se volvió capitalista y, por ende, un malvado y porque el pañuelo blanco de las madres quedó manchado. Ahora, todos quieren despegarse y decir que fueron los otros.

Ahora, el progresismo oficialista no puede explicar cómo se perjudicaron a los pobres construyendo una casa al precio de dos; cómo los recursos salieron desde el Ministerio de Planificación, y pasando por gobiernos provinciales y municipales, terminaron, sin control alguno, en poder de fundaciones y sociedades que habrían comprado barcos, autos y colegios con dichos fondos.

La verdad sea dicha de nuevo. No hay causa, por más noble que ella sea, que maneje recursos de otro, y especialmente públicos, y vaya por la vida sin rendir cuentas a nadie. Ni si quiera las Madres de Plaza de Mayo. Por ello, el sistema republicano es, en el fondo, uno que somete a todos por igual a la misma regla de control de los asuntos públicos y que requiere de la competencia transparente del mercado, ámbito donde cada uno se especializa en lo que sabe hacer. No hay razones que justifiquen otorgar miles de millones de pesos del Estado a fundaciones u organizaciones para gestionar y construir viviendas. Ni si quiera a Cáritas y, peor aún, cuando éstas son digitadas hacia los militantes de la causa oficialista.

No son los hombres buenos o malos, sino los sistemas. Y los sistemas mejoran o empeoran según funcionen mejor o peor los mecanismos que desconcentren la toma de decisiones o que controlen el desempeño. El progresismo quiere resolver el problema de la maldad del hombre a través de una entidad colectiva manejada por hombres. ¿Quiénes son y dónde están esos hombres? ¿Cómo detectar que un malvado capitalista no se disfrace de gobernante benévolo? ¿Cómo explicar esa ficción en la Argentina de Kirchner, de Vido, Moyano y Schoklender?

La ideología complica al progresismo y lo encierra en un mundo binario donde el hombre se redime sólo si él está en función de lo colectivo. Lo real del progresismo es que el gobernante benévolo jamás se consagra al colectivo sino a él mismo. La miopía del progresismo es no comprender cómo cada individuo realiza su propia felicidad cuando este se comporta dentro de reglas de juego claras, previsibles y estables. La obstinación del progresismo es no admitir que el Estado está para establecer dichas reglas. ¿Si el Estado no puede garantizar este mínimo, cómo el progresismo puede pretender lo máximo? El progresismo se quedó sin respuesta.

Este es el momento de la República consagrada en la Constitución de 1853. Gobiernos limitados y sujetos a control. Funcionarios que den cuenta de sus actos. Independencia de los poderes del Estado. Respeto a los derechos individuales: la vida, la libertad y a la propiedad privada. Libertad de expresión, de emprender, trabajar y comerciar

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