jueves, 9 de junio de 2011

Que comience a imperar el reino de la ley en México

Análisis & Opinión

Que comience a imperar el reino de la ley en México

Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

Myshkin, el héroe de la novela “El Idiota” de Dostoyevsky -erudito, tosco, ingenuo- arriba a una importante fiesta, obsesionado por no romper el jarrón chino a la mitad del salón. Trata de mantener su distancia pero, por más que lo intenta, acaba destrozándolo. El episodio parece una fotografía de la transición política que hemos experimentado. El objetivo era construir una democracia idílica que fomentara el desarrollo del país y la civilidad en la sociedad mexicana. El resultado ha sido la parálisis política, un nivel ascendiente de conflictividad social, encono, pésimo desempeño económico y, para colmo, un pesimismo generalizado. El asunto no es de culpas, sino de la imperiosa necesidad de reconocer que ha habido consecuencias no anticipadas, muchas de ellas graves, con las que hay que lidiar.

Más allá de objetivos o buenas intenciones, el cambio político que hemos experimentado se ha manifestado principalmente en la descentralización del poder. De la otrora poderosísima presidencia pasamos a una nueva realidad política: la de actores, tanto formales como informales, acaparando poder y recursos sin responsabilidad alguna y sin la menor rendición de cuentas. La característica principal de la transición ha sido la transferencia de poder y recursos del gobierno federal y de la presidencia hacia los gobernadores, poderes fácticos y actores de la más diversa índole, todos unidos por el hecho de encontrarse aislados de la ciudadanía, carentes de obligación de rendir cuentas y, para todo fin práctico, sin contrapeso alguno.
Las consecuencias de esta nueva realidad se pueden apreciar en todos los ámbitos, pero son patentes en el patético desempeño económico, la inseguridad pública y la conflictividad que experimentamos de manera permanente. El país ganó con la transición porque desaparecieron las fuentes de abuso sistemático que eran inherentes al gobierno centralizado de antaño y por la pluralidad que ganamos. Sin embargo, los costos no han sido menores y los riesgos incrementales.
Los costos en el ámbito económico han sido extraordinarios. La descentralización del poder, circunstancia que ocurrió de manera creciente a lo largo de las últimas tres décadas y que se precipitó con la derrota del PRI, vino acompañada de la desconcentración de los recursos públicos. En concepto, nadie puede disputar el hecho de que en un sistema democrático los recursos sean ejercidos por los representantes populares y, sin duda, los gobernadores y presidentes municipales son los funcionarios públicos más cercanos a la ciudadanía. El problema es que el concepto no empata con nuestra realidad. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los recursos son recaudados por el gobierno federal, no por los gobiernos estatales y municipales; segundo, no existen mecanismos reales, efectivos, de rendición de cuentas sobre el uso de los recursos a nivel de los estados y municipios: ese siempre fue un problema a nivel federal, pero ahora se ha multiplicado. Finalmente, la dispersión de recursos se ha traducido en un gasto mucho menos eficiente e impactante y, por lo tanto, en una menor tasa de crecimiento económico.
Si el objetivo de la transición era derrotar al PRI, la transición se cumplió. Si por transición queremos decir el inicio de un país moderno, más igualitario y civilizado, la transición ha sido un desastre. Basta leer los diarios o escuchar los noticieros para observar un país cada vez más enconado y en conflicto consigo mismo. El problema yace precisamente en que la transición se limitó a lo electoral, dejando todo lo demás al azar.
Antes, en la era de oro de la centralización de los recursos fiscales, la Secretaría de Hacienda disponía de enormes recursos que aplicaba a proyectos de desarrollo de manera abrumadora. Las llamadas “bolsas”, los recursos que quedaban luego después del gasto corriente (sueldos, rentas, gastos de administración), constituían una enorme porción del erario público y se empleaban para promover el desarrollo regional, esencialmente a través de la construcción de infraestructura. Un año se decidía electrificar el sureste, otro se construía la carretera a Querétaro y otro más se desarrollaba Cancún. El gobierno federal realizaba estudios que comparaban el costo y el beneficio de cada proyecto y generalmente decidía por los que ofrecían el mayor potencial de elevar la tasa general de crecimiento de la economía. La dispersión de recursos, que es la norma en la actualidad, tiene características muy distintas: hoy son muy pocos los gobernadores que realizan estudios de costo y beneficio económico. Más bien, su criterio es el del beneficio personal, electoral y político, usualmente en ese orden. El resultado ha sido mucha mayor corrupción y opacidad (que beneficia a los gobernadores), y un mucho menor crecimiento económico (que es la única forma en que se pueden lograr más empleos para los mexicanos de a pie). Es decir, la población ha perdido en tanto que los políticos han ganado.
La crisis de seguridad es una segunda consecuencia de la descentralización del poder y de los recursos. Con la desconcentración se transfirieron recursos, funciones y responsabilidades que los gobernadores nunca hicieron suyos. Esto no quiere decir que el esquema de seguridad que existía con anterioridad funcionara bien, pero la descentralización tuvo el efecto de destruir lo existente sin que nada lo substituyera, con algunas excepciones menores. El resultado es el caos de seguridad que vivimos, cuya esencia no tiene que ver con el narco propiamente, sino con el hecho de que el crimen organizado pulula por todo el país sin que medie institución policiaca o judicial alguna. De centralismo pasamos a la ausencia de responsabilidad.
No existe mayor acuerdo respecto a cuándo comenzó o en qué consistió la transición política, pero es evidente que las sucesivas reformas electorales entre 1978 y 1996 tuvieron el efecto de favorecer una competencia electoral cada vez más equitativa, hasta que el PRI fue derrotado en las urnas. Si el objetivo de la transición era derrotar al PRI, la transición se cumplió. Si por transición queremos decir el inicio de un país moderno, más igualitario y civilizado, la transición ha sido un desastre. Basta leer los diarios o escuchar los noticieros para observar un país cada vez más enconado y en conflicto consigo mismo. El problema yace precisamente en que la transición se limitó a lo electoral, dejando todo lo demás al azar.
La gran pregunta es cómo corregir la situación actual. Si uno observa a países similares que han sido exitosos, como Sudáfrica y Brasil, lo que nos urge es proyecto y liderazgo. La transición debió ser una apuesta institucional, pero no fue más que una colección de buenas intenciones y mucha arrogancia. Ahora hay que lidiar con las consecuencias. En alguna ocasión Montesquieu afirmó que “no hay tiranía mas cruel que la que se perpetúa en nombre de la ley y de la justicia”. En México tenemos que comenzar por erradicar la tiranía del exceso, el abuso y la no rendición de cuentas para que pueda comenzar el reino de la ley.

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