domingo, 11 de noviembre de 2012

La economía brasileña amenazada por un gobierno hinchado

Alvaro Vargas Llosa
Investors.com

Hace poco más de una década, en un trabajo titulado “The World Needs Better Economic BRICs” (“El mundo necesita mejores BRIC Económicos”), el presidente de Goldman Sachs Asset Management, Terence James "Jim" O''Neill, introdujo el acrónimo BRIC, que identifica a cuatro economías en rápido desarrollo — Brasil, Rusia, India y China — como prometedores líderes globales.
En la siguiente década, las cuatro economías han crecido a un ritmo mucho más rápido que el resto del mundo, sacando a millones de personas de la pobreza: unos 40 millones tan sólo en Brasil.


De hecho, un informe más reciente de Goldman Sachs, publicado en 2010, predijo que los países BRIC podrían ser responsables de un 41% de participación del mercado mundial para el año 2030. Pero eso está lejos de ser cierto.
La economía de Brasil, por ejemplo, está plagada de problemas, a pesar de una tasa anual compuesta de crecimiento de 4,4% en los últimos cinco años. A menos que Brasil deshaga el nudo gordiano, el grupo BRIC podría convertirse en el grupo RIC.
El sitial de Brasil como uno de los BRIC fue originalmente posibilitado por la audaz privatización y las políticas de liberalización económica del presidente Fernando Henrique Cardoso. Su sucesor, "Lula" da Silva, continuó con las reformas.
Dilma Rousseff, la sucesora de Da Silva escogida a mano, está también intentándolo — procurando frenar el excesivo gasto gubernamental y reformando uno de los pocos sistemas de pensiones latinoamericanos que sigue siendo controlado por el gobierno.
Pero la presidente Rousseff tiene mucho trabajo por hacer, dado que la recesión económica global ha ayudado a desencadenar una oleada de histeria proteccionista en su país. El creciente coro proteccionista — que incluye poderosas voces dentro del propio gobierno de Rousseff — se encuentra actualmente amenazando la agenda de reformas.
Los proteccionistas argumentan que los productos baratos procedentes de China y México, junto con las laxas políticas monetarias de los Estados Unidos y Europa — un tema que Rousseff trajo a la palestra con el presidente Obama durante su reciente reunión en la Casa Blanca — están tornando imposible que las empresas brasileñas compitan con éxito.
Para contrarrestar estas fuerzas externas, los proteccionistas desean que Brasil revise el acuerdo de comercio bilateral con México de 2002, en virtud del cual los automóviles se comercializan en ambas direcciones bastante libremente.
También quieren elevar los aranceles externos del Mercado Común del Sur (MERCOSUR) — pese al hecho de que Brasil ya impone un arancel promedio del 10% sobre las importaciones — y desean que el Banco Central brasileño siga recortando las tasas de interés, lo cual consideran que abaratará las exportaciones y encarecerá las importaciones.
El problema de Brasil, sin embargo, no es una moneda que se aprecia, las importaciones demasiado baratas, o las prácticas desleales de los competidores.
El verdadero problema es que el gobierno de Brasil ha venido colocando tributos abrumadores, gastos excesivos, regulaciones descomunales y muchos otros obstáculos en el camino de las empresas, los emprendedores y los inversores.
La economía de Brasil se desempeñó muy pobremente el año pasado, creciendo a un estimado 2,7%, mientras que las economías rusa, india y china estuvieron creciendo a un 4,3%, 7,8% y 9,2%, respectivamente. Mientras tanto, la moneda brasileña, el real, se ha apreciado un 30% durante los últimos dos años y las manufacturas se han reducido significativamente como porcentaje del producto interno bruto (PIB) en comparación con una década atrás.
Las razones de la crisis no resultan sorprendentes. Desde la década de 1990, el gobierno de Brasil ha duplicado su gasto como porcentaje del PIB. Enormes egresos gubernamentales — para la exploración de petróleo en alta mar, subsidios para las empresas nacionales líderes y otros fines — han generado enormes déficits y onerosas tasas de interés.
El comercio se ha vuelto más complicado y costoso, con aranceles en aumento sobre una lista de 100 productos hasta el año 2014. Los impuestos son un laberinto y una carga, con más de 80 gravámenes diferentes. Las leyes que “protegen” a los trabajadores bajo un código originalmente importado de la Italia fascista de Mussolini se suman a los costes empresariales, para no hablar de los 10 mil millones de reales (548 millones dólares EE.UU.) que le cuestan al sistema judicial lidiar con los juicios relacionados.
El panorama no es alentador.
A uno le gustaría creer, a juzgar por sus antecedentes hasta el momento, que la presidente Rousseff no planea ceder a los cantos de sirena del proteccionismo. Esto es cierto: Si ella no es tan proteccionista como aquellos que la rodean, está perdiendo rápidamente la voluntad y la agenda política para ahogar a las voces opositoras.
El mundo — no sólo Brasil — precisa que Rousseff demuestre que puede ir aún más lejos de lo que ya lo ha hecho, resolviendo los problemas económicos profundamente enraizados del país, tales como el sistema de pensiones de la seguridad social. Si ella no avanza con reformas, Brasil marchará hacia atrás, produciendo un efecto dominó que se sentirá mucho más allá de las fronteras de Brasil.

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