GLOSAS MARGINALES
Paz y desarrollo
Everardo Elizondo
Cada mañana, la realidad mexicana se parece más a una pesadilla. Así es cuando menos en el caso específico del balaceado Monterrey. Pero también de Cuernavaca y los cuerpos descabezados colgando de un puente. Y de San Fernando y su masiva narcofosa.
No sé lo suficiente para diagnosticar el problema de la creciente bestialidad; menos todavía para atreverme a plantear una solución al respecto. Como quiera, a riesgo de parecer razonable, creo que la situación actual pone de manifiesto una grave falla de todos los niveles del gobierno. La institución que tiene el monopolio de la violencia legal no ha sido capaz de poner límites a la violencia ilegal. En consecuencia, los ciudadanos vivimos en "un tiempo de lobos, un tiempo de cuchillos", oscuro, angustiante, horroroso.
Sin embargo, y frente a ello, la clase política descubre otras ocupaciones, y dedica su tiempo y su talento a asuntos como la constitucionalidad de los matrimonios entre homosexuales, la obesidad infantil y la contaminación originada en los supermercados. Quizá tal orientación de sus esfuerzos no sea errónea, pero creo que es inoportuna. Cuestión de prioridades.
La situación actual parece un virtual estado de guerra. A mi juicio, alguien
subestimó el conflicto potencial. Quizá leyó sólo la primera parte de una frase de Carl von Clausewitz, según la cual, "en la guerra todo es simple, pero aun lo más simple es muy difícil". Cabe suponer que entre el narco y el Estado existía una relación de convivencia, fincada en quién sabe qué reglas, conocidas por las partes, pero no explícitas. Por alguna razón (quizá circunstancial) el nexo pacífico se rompió y, siguiendo con von Clausewitz, ahora se transformó en una lucha armada. En el aspecto económico, la batalla en curso, y sus secuelas, aumentan el riesgo personal y material, desalientan el esfuerzo productivo, conducen al desperdicio de recursos y disminuyen el bienestar. (Perdón por la obviedad).
En 1775, Adam Smith, el padre de la economía moderna, escribió lo siguiente:
"Para llevar a un Estado al más alto nivel de opulencia a partir de la más baja barbarie se requiere apenas de algo más que paz, impuestos moderados y una administración tolerable de la justicia..." (El énfasis es mío). Desde que La Riqueza de las Naciones se publicó han pasado más de 200 años y muchas cosas, pero el debate nacional sobre el (sub)desarrollo económico sigue ignorando las lecciones básicas que proponía el austero profesor de filosofía moral.
En su lugar, la discusión pública está plagada (literalmente) de nostalgias,
vaguedades y descalificaciones. Hay quienes añoran, por ejemplo, un modelo de crecimiento basado en la sustitución de importaciones -totalmente anacrónico en el mundo globalizado actual. Otros sugieren apostar al fortalecimiento del mercado interno, pero no en función del aumento de la productividad de la mano de obra, sino con base en la expansión del gasto público -como si el gobierno pudiera hacer mucho más que darle a Juan lo que le quita a Pedro. Y quedan finalmente aquellos que, sin temor a la incoherencia, postulan que el atraso
mexicano es consecuencia de la operación del mercado libre -al mismo tiempo que denuncian la existencia de monopolios protegidos (o solapados) por el Estado.
En parte, la polémica gira en torno al supuesto problema de acelerar el crecimiento económico liberando más al mercado o ampliando más al Estado. A como están las cosas hoy día, tal disputa está mal enfocada. El mercado simplemente no puede funcionar con eficiencia en medio de la zozobra creciente. A simple
vista, la violencia ha resultado ya en una alteración negativa de la conducta "normal" de los agentes económicos privados, sean consumidores, trabajadores, inversionistas o empresarios. En cuanto a la capacidad del Estado para dinamizar el proceso de desarrollo, cabe una pregunta básica: si el Gobierno no cumple con su función elemental e indiscutible de proteger la vida y el patrimonio de los ciudadanos, ¿podrá de veras hacerse cargo con eficacia de otras tareas? No lo creo.
Un Secretario de Estado ha calificado de "mezquinas" las críticas sobre los gastos relacionados con la celebración del bicentenario de la independencia y el centenario de la revolución. Muy respetable su opinión, pero donde los "guardianes del orden" no tienen para pistolas y se venden al narco porque el Gobierno les paga poco por arriesgar la vida, me parece que los cuestionamientos están enteramente justificados. El mejor adorno para festejar acontecimientos históricos tan significativos sería recobrar la paz.
Por cierto, la verdadera independencia de México se logró en 1821, con la entrada del Ejército Trigarante de Agustín de Iturbide a la Ciudad de México.
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