Humillante final de un infortunio
By SERGIO MUÑOZ BATA
Hace ya siete años, desde la cubierta de un portaviones anclado en la apacible bahía de San Diego y cobijado por una manta que le aclamaba por haber cumplido la misión, George W. Bush se puso su disfraz de piloto de guerra y declaró el fin de las hostilidades en Irak. La victoria total, dio a entender Bush en su discurso, estaba próxima.
Esta semana, después de siete años de intensos combates, Barack Obama ha ordenado finalmente el retiro de todas las unidades de combate estadounidenses en Irak pero sin poder declarar victoria. La declaración oficial del cese de las operaciones militares no significa ni que la intervención estadounidense en Irak terminó ni que el conflicto ha sido resuelto. Unos 50 mil estadounidenses, entre asesores y soldados, permanecerán en ese país por lo menos hasta finales del 2011.
Lo que sí ha quedado definido es el sacrificio inútil de los 4,400 americanos y los más de 100,000 iraquíes muertos en una guerra injustificada e injustificable. Queda también un país destrozado, y una sociedad desmoralizada y dividida.
Y si el gasto en vidas ha sido inmenso, el dispendio no ha sido menor. De un presupuesto inicial de 50 mil millones de dólares, hoy se han gastado aproximadamente $750 mil millones. Y se calcula que de los $53 mil millones asignados a la reconstrucción del país más de la mitad han sido desperdiciados en proyectos nunca terminados, mal planeados o pésimamente administrados. Además, el gobierno calcula que necesitará por lo menos otros $750 mil millones para atender las heridas físicas y psicológicas de los veteranos de esta guerra.
Otra de las herencias indeseables de esta guerra ha sido la asombrosa pérdida de prestigio de Estados Unidos en el mundo. A siete años de haber ocupado Irak, EEUU no ha podido restablecer el mínimo de seguridad que se requiere para estabilizar al país.
Peor aún, tampoco parece haber aprendido nada de los fracasos militares anteriores que deberían haber dejado una profunda huella en el gobierno y en la sociedad norteamericana.
De Corea, por ejemplo, no sólo habría que contabilizar el saldo humano de la guerra, 33,629 norteamericanos muertos y 103,284 soldados heridos, sino considerar las consecuencias del conflicto. ``La guerra de Corea'', escribió Clay Blair en su indispensable libro, The Forgotten War, America in Korea 1950-1953, ``originó una histeria nacional que propició el surgimiento del macartismo y alentó la falsa noción de que la `expansión del comunismo' en el Lejano Oriente podía ser contenida con intervenciones militares estadounidenses `limitadas', lo que condujo a la intervención en Vietnam''.
Otra guerra que terminó en un fracaso militar y político estrepitoso que le costó la vida a unos 58 mil estadounidenses y dejó más de 300 mil heridos. El cálculo exacto de vietnamitas muertos en este conflicto es difícil de precisar, pero se sabe que oscila entre dos y cuatro millones de personas entre combatientes y civiles.
Lo terrible e incomprensible es que después de estas experiencias reveladoras, que como escribió Stanley Karnow en su libro Vietnam, a History, de 1983, ``marcaron en la conciencia de los norteamericanos, el fin de su confianza absoluta en su exclusividad moral, de su invencibilidad militar y de su destino manifiesto'', veinte años después los estadounidenses hayan olvidado la lección de historia para lanzarse a dos aventuras belicosas que no pueden tener buen fin.
or más positiva que haya sido la eliminación de un dictador como Saddam Hussein, cuyo excepcional historial de horrores se prolongó por décadas para victimar por igual a sus conciudadanos que a sus vecinos, nada justifica la matanza ni los errores estratégicos y políticos que se cometieron ni las mentiras que se adujeron para justificar la intervención. Ni siquiera las incipientes muestras de avance democrático que se han dado desafiando usos y costumbres ancestrales y tomando riesgos a menudo mortales, la justifican.
No nos hagamos ilusiones. La democracia ni es un producto de exportación ni ha echado raíces en Irak.
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