LA BARBIE Y LA ESTRATEGIA
No hay otro modo de combatir al crimen que una lucha frontal, de recuperación de territorios combinada con un trabajo de inteligencia.
Jorge Fernández Menéndez
Hoy el presidente Felipe Calderón presentará su IV Informe de Gobierno, pero ayer presentó, en el cuartel de mando de la Policía Federal (un logro institucional de su administración) uno de sus mejores argumentos: a Édgar Valdez Villarreal, este criminal apodado La Barbie, responsable de innumerables crímenes y uno de los actores más importantes y sanguinarios de la guerra entre los cárteles de la droga.
El mismo lunes de la detención de La Barbie, en la encuesta de Ulises Beltrán para Excélsior, se apreciaba una notable caída en el índice de aceptación de la gente respecto a la lucha contra el narcotráfico.
Y, como viene ocurriendo desde hace semanas, muchos políticos y analistas, algunos con conocimiento del tema, otros por simple imitación, han reclamado un cambio en la estrategia anticrimen.
La caída de La Barbie podrá mejorar esa percepción social pero difícilmente cambiará esas opiniones porque suelen estar profundamente ideologizadas (ayer se llegó a decir que la captura era parte de un montaje para ocultar la separación de tres mil elementos de la PF, cuando esa limpieza debe ser considerada un avance para mantener con la menor contaminación posible el principal cuerpo policial del país).
El hecho, ya lo hemos dicho en varias oportunidades, es que la estrategia es correcta:
No hay otro modo de combatir al crimen organizado que una lucha frontal, de recuperación de territorios que se combine con un trabajo de inteligencia que golpee a sus principales operadores o los deje en condiciones muy difíciles de operar.
Todo ello en un contexto de cooperación internacional imprescindible (una cooperación que podrá afianzarse si efectivamente La Barbie termina siendo deportado, luego de ser interrogado exhaustivamente en México, a Estados Unidos).
Se podrá argumentar que una estrategia que ha dejado más de 23 mil muertos no puede ser la correcta, pero el hecho es que ese incremento de la violencia va de la mano con un deterioro operativo y de valores (porque incluso entre esos grupos delincuenciales en el pasado los había), como lo puso de manifiesto la matanza de migrantes en San Fernando, que ha dejado la violencia en manos de sicarios de baja estofa, desechables y cada día más crueles.
Lo cierto es que el grado irracional de violencia está manifestando el deterioro, no el fortalecimiento de esas organizaciones. El crimen organizado no prospera en un ambiente de violencia y muerte, acosado por las fuerzas del Estado y por sus propios competidores.
La delincuencia organizada prospera en un ambiente de relativa estabilidad y manteniendo espacios de control territorial. Es difícil para ellos, como para cualquier empresa, aunque sea delincuencial, hacer negocios en medio del caos.
Los únicos que se aprovechan de ello son, precisamente, los que están en el negocio directo de la violencia: los sicarios.
Por eso se puede explicar que personajes como Valdez Villarreal, Los Zetas, los de La Familia Michoacana, La Línea, o los jefes de las pandillas que comienzan a aparecer cotidianamente, hayan alcanzado tanto protagonismo en estos enfrentamientos.
Y de allí la importancia de golpes de estas características, que provocarán otros hechos de violencia por la disputa inevitable entre sus sucesores. Una violencia que, paradójicamente, cada día dificulta sus negocios.
El problema no es la estrategia, sino la política. Y lo es porque la falla está en la estructura policial y de seguridad en los estados y los municipios.
Lo que ha fallado ha sido el cálculo de resistencia de esas fuerzas policiales locales que estaban mucho más permeadas por la delincuencia de lo que se suponía originalmente y se encuentran incapacitadas para enfrentar los efectos colaterales de la lucha contra el crimen organizado, la extorsión, el robo y el secuestro, todos delitos del fuero común cometidos, cada vez más, por las ramificaciones del crimen organizado.
Y el problema es político porque existe resistencia (por muchas razones, algunas comprensibles, otras mezquinas) de gobernadores y de presidentes municipales para reformar a sus cuerpos de policía y establecer nuevos esquemas de seguridad pública en coordinación con el gobierno federal, y por la incapacidad política de éste para hacerles transitar ese camino, una incapacidad que ha estado marcada, también por las diferencias internas (otro problema eminentemente político, no de estrategia) en el Gabinete de Seguridad.
La solución está en la voluntad y el talento político para darle cauce a esa estrategia de seguridad. Y eso, en el último tramo de este gobierno federal, debería ser en beneficio de todos los actores: de los que ahora están y de los que legítimamente quieren llegar.
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