lunes, 25 de abril de 2011

¡Al carajo con nuestro misoneísmo!

¡Al carajo con nuestro misoneísmo!

En las horas críticas es la pequeñez la que suele ganar el control del país, la que aspira a salir del túnel del momento. Proponer una transformación radical es la manera más rápida de alejarse del poder. No importa cuán profunda sea una crisis, se asume que la solución ha de ser superficial.

Agustín Basave*

Nuestra crisis de violencia está empujando a muchos mexicanos hacia soluciones extremas. Quizá todavía no sean demasiados, pero me temo que pronto puedan ser legión. La inseguridad en México es grave, sumamente grave, pese a que algunos se empeñan en hacernos pensar que no lo es tanto. Quienes tenemos contacto directo con el norte del país sabemos que no hay exageración en las voces que anuncian regiones enteras sumidas en la ingobernabilidad. Es más, lo que hay en el centro es cierta subestimación del problema, porque la lejanía permite que el infierno que se vive allá se enfríe un poco cuando se transporta mediáticamente hasta acá. Tal vez por eso, porque la gran mayoría de las élites dirigentes vive en la capital, no hay urgencia de cambio radical. Consideran que nuestro país está lejos de tocar fondo, aunque en el resto de la sociedad se expanda el desamparo, el miedo y la desesperación. Así, mientras el círculo rojo se muestra todavía muy verde, el círculo verde se pone cada vez más rojo.

La ausencia de un enfoque holístico y sobre todo un pragmatismo malentendido han inoculado en nuestros líderes una mentalidad de ajuste minimalista. Me explico: por un lado, sacan la narcoviolencia de su contexto como si no estuviera íntimamente vinculada a vicios que nos vienen de lejos; por otro, creen que pensar en grande es utópico y por tanto impráctico. El gobierno no ve la criminalidad desbocada como la exacerbación de la vieja endeblez estatal y pretende resolverlo al margen de nuestra problemática histórica; tampoco entiende que la amenaza del Estado fallido es paradójicamente una gran oportunidad para empezar a forjar un verdadero renacimiento nacional. Se queda en medidas aisladas y acotadas. No se da cuenta, en suma, de que regatear el cambio es ignorar el signo de los tiempos.

¿Por qué rayos se escandaliza nuestra clase política cuando alguien propone una nueva Constitución parlamentarista? ¿Acaso no ve que de ese tamaño son nuestros problemas? Por cinco siglos hemos padecido una corrupción crónica, y llevamos tres lustros arrastrando un presidencialismo disfuncional. Para atacar esos problemas de raíz hay que hacer al menos dos cosas: 1) acabar con el “acátese pero no se cumpla” que se inició en la Colonia y se mantiene vivo gracias a nuestra actual Carta Magna, sustituyéndola con una guía cotidiana del comportamiento ciudadano; 2) reconocer que ningún partido pueda ya gobernar solo y crear un régimen que otorgue la Presidencia de la República al jefe de la coalición que logre obtener la mayoría de las curules en el Congreso. A estas alturas es un imperativo de sentido común construir un nuevo acuerdo en lo fundamental incluyente, que acerque la norma a la realidad y diseñe un sistema político capaz de conciliar pluralismo y eficacia y de procesar las demás reformas de gran calado que México pide a gritos.

Nuestro misoneísmo (aversión a lo nuevo) es nuestro principal enemigo. Es un mal que aqueja primordialmente a la partidocracia, que se jacta de ser realista cuando en realidad es la campeona del conformismo. Por eso somos una nación subdesarrollada. Quien apuesta por las grandes innovaciones políticas es inmediatamente tachado de iluso y consecuentemente marginado. En las horas críticas es la pequeñez la que suele ganar el control del país, la que aspira a salir del túnel del momento y si acaso a demorar la entrada al siguiente. Proponer una transformación radical en nuestro entramado legal e institucional es la manera más rápida de alejarse del poder. No importa cuán profunda sea una crisis, se asume que la solución ha de ser superficial. Para el mainstream de los liderazgos mexicanos, la historia no es hélice: es ancla.

Que ese conservadurismo se diera en países primermundistas sería comprensible. Su estabilidad y sus estándares de vida son muy altos, por lo que tendría sentido conservar un régimen que ha dado buenos resultados. Pero es en los nuestros, donde a menudo reina la zozobra, donde el rezago y la pobreza llegan a niveles infrahumanos, donde sobran razones para cambiar sistemas plagados de deficiencias, en los que se confunde prudencia con inmovilismo. La explicación obvia está en el hecho de que las élites tercermundistas gozan de grandes privilegios y no sufren las consecuencias del fracaso de sus regímenes. En México, donde la sociedad civil ha despertado de su letargo vigesémico y se hace escuchar, la presión a las cúpulas se detiene porque, en mayor o menor medida, la corrupción beneficia a todos. Eso podría explicar que no se haya gestado aquí un movimiento renacentista en las redes sociales. Pero quiero pensar que ya nos estamos dando cuenta de que, si bien para cada mexicano es racional evadir o violar la ley, la suma de esas racionalidades individuales da como resultado una irracionalidad colectiva que nos perjudica a todos. Mandemos al carajo nuestro misoneísmo. Abracemos el filoneísmo, confeccionemos una nueva Constitución y un régimen parlamentario que sienten las bases de nuestro proyecto civilizatorio y de nuestra grandeza.

*Director de Posgrado de la Universidad Iberoamericana

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