lunes, 25 de abril de 2011

Napoleón

Napoleón

Genio transformador. Iluso al fin, pero base de una de las historias más gloriosas de las hegemonías que han prevalecido sobre la Tierra

Pedro Ferriz

La grandeza de los pueblos se mide por los actos soberanos que honran a sus ciudadanos. La grandeza de los hombres se aquilata por la trascendencia de lo que les da honra en función de los demás. Ahora que me encuentro en París puedo sopesar la fuerza histórica del paso de muchos hombres cuya huella pesa en la tradición de un grupo humano como el francés. De ellos, incontables ejemplos, aunque ninguno como Napoleón Bonaparte... El Emperador cincelado por propia mano. Hombre tenaz, arrogante, ambicioso, voluntarioso, inteligente, soberbio, grandioso, visionario y cruel. Un líder cuya sola actitud pudo transformar a un diezmado y desmoralizado grupo de soldados, en la maquinaria de guerra más poderosa de la historia. Su estímulo y ejemplo siguen resonando como fórmula espirituosa de voluntad. Genio transformador. Iluso al fin, pero base de una de las historias más gloriosas de las hegemonías que han prevalecido sobre la Tierra. «Si hubiera dispuesto de tiempo, muy pronto hubiese formado un solo pueblo, y cada uno, al viajar por todas partes, siempre se habría hallado en su patria común». Su concepto de una mancomunidad de naciones le llevó a ser pionero de las que hoy se levantan como “zonas económicas”. Su expansionismo voraz estuvo marcado por el deseo subyacente de unificar al hombre. Tendencia que sabemos imposible, aunque para Napoleón resultara “pretendible”. De profundo pragmatismo, llegó a decir que: “Cada uno de los movimientos de todos los individuos se realiza por tres únicas razones: por honor, por dinero o por amor”... Y vaya que aplicó dosis de las tres, cuando fue conocido en estos planos. Un honor desbordado. Ambición por encima de lo imaginable. Y amor, que más que eso, fue pasión llevada hasta el colmo del sentimiento. A las numerosas infidelidades conyugales de Josefina durante sus campañas, por lo menos hasta los días de la ascensión al trono, apenas había correspondido Napoleón con algunas aventuras fugaces. Éstas se trocaron en una relación de corte muy distinto al encontrar en una guerra contra los rusos —en 1806— a la condesa polaca María Walewska. El intermitente, pero largamente mantenido amor con la condesa, satisfizo una de sus ambiciones napoleónicas... tener un hijo, León. Esta ansia de paternidad y de rematar su obra con una legitimidad dinástica, se asoció a sus cálculos políticos para empujarle a divorciarse de Josefina y solicitar a una archiduquesa austriaca, María Luisa, emparentada con uno de los linajes más antiguos del continente. Esto último le dió un carácter de nobleza, aunque no para sus fines personales, ya que ahí no llegó a destino su felicidad. En realidad fue María Walewska la que soportó hasta la derrota y el exilio del indomable corso. El amor por ella le llevó a redefinir muchas posturas políticas e infinidad de visiones estratégicas de su azarosa vida.

Napoleón, que es reconocido esencialmente como un soldado, resulta un imponente hombre de Estado. Fundador de instituciones artísticas, intelectuales, estratégicas, de infraestructura, jurídicas, constitucionales y ejecutivas. Fue un visionario de lo que sería la Francia de nuestros tiempos. Gracias a hombres como Napoleón, la grandeza de este pueblo estará ligada con la libertad inalienable del hombre. Principio que no acepta permutas ni concesiones.

... Desde Francia, no dejo de pensar en mi país, mi pueblo y su camino... Y me encuentro con un sentimiento que debe darnos energía para seguir luchando. Al pie de una pequeña estatua a la vera de su recinto final en Les Invalides reza una frase Imperial: <Es injusto que una generación sea comprometida por la precedente. Hay que encontrar un modo de preservar a las venideras de la avaricia, crueldad o inhabilidad de las presentes> Que Dios salve a México, en lo que nace... ¡nuestro Napoleón!

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