lunes, 6 de junio de 2011

La raíz de la violencia

La raíz de la violencia
Eduardo Guerrero Gutiérrez ( Ver todos sus artículos )
Este ensayo documenta la manera en que la estrategia antidrogas del gobierno federal, centrada en detener o abatir a los miembros de las organizaciones criminales, ha dispersado geográficamente la violencia. Con alarmantes cifras en la mano, Eduardo Guerrero propone el fin de esta estrategia punitiva, para abrir paso a otra de carácter disuasivo, que concentre sus esfuerzos en los crímenes que más lastiman a la sociedad                 

Cuatro años y medio de guerra contra el crimen organizado. Más de 40 mil muertos y la violencia sigue aumentando. El gobierno federal, con el apoyo de la inteligencia de Estados Unidos, arresta o abate prominentes capos, lo cual divide a los cárteles y propicia frecuentemente la aparición de nuevas y más pequeñas organizaciones criminales. Con esto, el gobierno federal logra su propósito de “desmantelar” a los cárteles. Pero esta fragmentación de las organizaciones mayores expande la violencia a nuevos municipios. Junto con la violencia crece la delincuencia: la extorsión, el secuestro, el tráfico de personas, el narcomenudeo, el robo de automóviles y bancos.

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A diferencia de los cárteles, las organizaciones menores no poseen los contactos ni la infraestructura logística para traficar drogas a Estados Unidos, lo cual propicia que emprendan negocios ilícitos menos redituables. Como ha dicho Jaime López-Aranda, los grandes cárteles tienen pocos incentivos para diversificar su actividad a líneas de negocio intensivas en mano de obra, altamente riesgosas y con márgenes estrechos de utilidad, si se comparan con las ganancias desmesuradas que extraen de la exportación de drogas a Estados Unidos.1

La gran interrogante en estos momentos es si el gobierno federal logrará desmantelar también a las tres grandes organizaciones delictivas del país: Cártel de Sinaloa, Cártel del Golfo y Los Zetas. El de Sinaloa experimentó el desprendimiento de los Beltrán Leyva y el del Golfo perdió a su mortífero brazo armado, Los Zetas, que se convirtieron ahora en su peor enemigo en varios estados del país, particularmente en Nuevo León y Tamaulipas. Con todo, estas tres organizaciones, hoy con menos rivales, parecen encontrarse en forma para continuar administrando el redituable negocio de tráfico drogas a Estados Unidos.

El desmantelamiento de los cárteles de Sinaloa y del Golfo y Los Zetas es un objetivo difícil de alcanzar en el futuro inmediato por una razón esencial: dada la gran demanda de drogas de Estados Unidos, estas organizaciones estarán dispuestas a invertir proporciones crecientes de sus utilidades en más personal, equipamiento y armas para defender su gran negocio. (La exportación de cocaína a Estados Unidos requiere la existencia de grandes corporaciones criminales, y hoy el 90% de la cocaína que se consume en Estados Unidos ingresa a través de México.)2 A lo que sí puede y debe aspirar nuestro país en el futuro inmediato es a reducir la violencia que cada vez crece y se expande más en su territorio.

La estrategia del gobierno federal en esta materia ¿ha sido un éxito o un fracaso? Depende. Por un lado, el desmantelamiento de algunos cárteles ha propiciado que el gobierno incumpla con su otro objetivo original: rescatar los espacios públicos del control criminal. Por otro lado, el gobierno federal está avanzando en convertir un problema federal en un problema de carácter estatal y local. En este caso, el logro del gobierno federal no consiste en solucionar un problema sino en transformar su naturaleza para transferirlo a la jurisdicción de otras autoridades.3 Como lo repiten los funcionarios gubernamentales, el gobierno busca convertir un problema de “seguridad nacional” en un problema de “seguridad pública”. Esto significa, en buena medida, que el crimen organizado deje de ser una amenaza para la acción del gobierno en la esfera federal y lo sea exclusivamente en sus ámbitos estatal y local. Sin embargo, esta distinción analítica no siempre resulta tan tajante como se presume: frecuentemente amenazas locales se vuelven riesgos federales.

A la fragmentación de organizaciones criminales ha seguido un proceso de dispersión —y consecuente expansión— geográfica de la violencia, lo que implica nuevos desafíos para contenerla o disminuirla. Esto plantea un reto formidable a los gobiernos estatales y municipales, pues las fuerzas federales se retirarán gradualmente de algunos estados y municipios donde los cárteles no representan más una amenaza a la seguridad nacional, para concentrar sus esfuerzos en combatir a las grandes organizaciones como los cárteles de Sinaloa y del Golfo y Los Zetas. El retiro de los contingentes federales podría propiciar el aumento súbito y masivo de las actividades delictivas del fuero común, dada la flaqueza de las instituciones estatales y municipales de seguridad pública, procuración de justicia y del ámbito judicial. De modo que, en materia de seguridad pública, el futuro del país es inquietante.

¿Hay alguna salida? En este artículo sugiero una entre varias: modificar el comportamiento criminal mediante una estrategia disuasiva en lugar de la punitiva que se ha puesto en marcha hasta ahora. El cambio de estrategia supondría: 1. Que el gobierno actúe con base en prioridades; 2. Que las autoridades federales fortalezcan considerablemente sus capacidades de inteligencia y promuevan activamente el robustecimiento de estas mismas capacidades entre los estados y los municipios que lo requieran con urgencia; 3. Que las autoridades identifiquen una serie de “palancas disuasivas” capaces de modificar el comportamiento criminal para reducir los daños que causa; 4. Que se integren equipos policiales (e, incluso, militares en algunos casos) con capacidad para operar “intervenciones disuasivas” en varios puntos del país.

Para inducir este cambio de estrategia la sociedad civil desempeña un papel crucial: su indignación y malestar deben cristalizar en una demanda social amplia a favor de la reducción de la violencia. Por último, el gobierno federal debe asumir su responsabilidad política sobre los efectos de la estrategia actual para enfrentar al crimen organizado.


Fragmentación: Del crimen organizado
al crimen desorganizado

Como lo muestra el cuadro 1, en 2006 había en México seis cárteles. La división del Cártel de Tijuana en 2007 y la del Cártel de Sinaloa en 2008 propiciaron que para 2009 ya existieran ocho organizaciones. En 2010 la fragmentación se aceleró considerablemente. Ante el acoso del gobierno la organización de los Beltrán Leyva se dividió en tres organizaciones regionales y el Cártel del Milenio en dos. Además, un conflicto interno culminó con el desprendimiento de Los Zetas del Cártel del Golfo.
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Las organizaciones regionales que aparecen en el cuadro 1 conviven con un número creciente de organizaciones criminales de carácter local. Si contamos el número de organizaciones que año tras año firman mensajes en blogs, mantas y videos (disponibles en línea) para enviar mensajes a sus rivales o a las autoridades, nos percatamos de su acelerado crecimiento. Por ejemplo, como lo muestra el cuadro 2, en Guerrero, el estado con el mayor número de organizaciones locales, se registraron en 2007 mensajes del cártel de Los Zetas y de la organización La Barredora. Para 2010 firmaron mensajes el C.I.D.A. (Cártel Independiente de Acapulco), el Ejército Popular de Liberación, El Nuevo Cártel de la Sierra, El Pueblo Unido, G-1, La Barbie, La Empresa, La Familia Michoacana, La Nueva Alianza de Guerrero, La Plaza, La Tejona, Los Zetas, Luzbel del Monte y Pueblos Unidos (es decir, cuatro cárteles regionales y 10 organizaciones locales).2
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En ocasiones, como lo ilustra también el cuadro 2, los cárteles no firman los mensajes, sino organizaciones locales que dependen de ellos. Por ejemplo, en Sinaloa el cártel del mismo nombre (conocido también como Cártel del Pacífico) no firmó ningún mensaje en 2010, sino sus células a nivel local: El Diablo, El Ondeado, Gente Nueva y La Empresa. También La Limpia Mazatleca firmó mensajes —banda local vinculada con los Beltrán Leyva—. Finalmente, hay en Sinaloa organizaciones locales sin aparentes vínculos con organizaciones mayores como BAE, La Plaza, Las Empanadas y Los Chachines.

A nivel nacional, como lo ilustra el cuadro 2, el número de organizaciones firmantes de mensajes casi se triplicó de 2007 a 2008 y creció más del doble entre 2009 y 2010.

Los capos caídos y la violencia
El gobierno federal, en coordinación con las agencias de inteligencia de Estados Unidos, ha logrado arrestar y abatir muchos narcotraficantes de alto perfil. En 2007 sólo se registró un arresto o abatimiento de nivel directivo; en 2008, cinco; en 2009, seis; en 2010, 12; y hasta abril de 2011 se habían registrado seis. Como lo he mencionado en otros artículos, los arrestos o abatimientos de los más altos directivos de una organización criminal suelen generar olas de violencia —aunque también he señalado que, en el caso de jefes de sicarios, su arresto o abatimiento puede reducir temporalmente la violencia en algunas localidades.
En un artículo reciente, Poiré y Martínez4 buscan demostrar —basados en un solo caso— que “la caída de capos no multiplica la violencia”. Su análisis se centra en las tendencias de los homicidios 22 semanas antes y 22 semanas después del abatimiento de Ignacio Coronel (un capo del Cártel de Sinaloa que operaba en Jalisco). Su conclusión es que, después del abatimiento de Ignacio Coronel, la tendencia de homicidios en la zona, aunque positiva, disminuyó. Este hallazgo los lleva a afirmar, de modo categórico, que “es falsa la hipótesis de que la caída del líder de una organización criminal multiplica la violencia”.

Dado que yo he sostenido la tesis contraria —que la política indiscriminada de arrestos y abatimientos de capos ha contribuido a aumentar la violencia— señalo a continuación, a modo de réplica, tres deficiencias que encuentro en su análisis.

En primer lugar, llama la atención que los autores pretendan sustentar un argumento de carácter general con base en un solo caso. El artículo no ofrece mayor justificación para la selección de este caso, salvo que yo me referí a él, como ejemplo, en un programa televisivo (junto con otro caso: la detención de Juan Nava Valencia, el cual deciden ignorar en su análisis). A falta de tal justificación es inevitable pensar que el caso se seleccionó porque era el que mejor cuadraba a los argumentos que buscaban defender en el artículo.

En segundo lugar, los autores sólo atienden el cambio en la tendencia en un periodo muy largo (44 semanas), lo cual “suprime” el súbito aumento de la violencia en los días inmediatos posteriores al abatimiento, el cual sí es evidente cuando atendemos los números absolutos. Pero la deficiencia mayor de su análisis es que, aunque después del abatimiento de Ignacio Coronel la tendencia de las ejecuciones crece a un ritmo menor, ésta parte de un piso más alto que el registrado previamente, es decir, después de la muerte de Coronel se registra en la zona un “efecto escalamiento” de la violencia. En la gráfica 1 queda de manifiesto tal efecto que se refiere al aumento drástico que registra el “nivel mínimo o constante” de violencia en la zona después del abatimiento de Ignacio Coronel. Poiré y Martínez omiten mencionarlo, pero después de la muerte de este capo el nivel mínimo o constante de ejecuciones creció de 5.8 ejecuciones por semana a 23.4 por semana; es decir, se incrementó en más del 300%.

La tercera deficiencia tiene que ver con la explicación circular que proponen Poiré y Martínez para entender el incremento de la violencia: las tensiones al interior y los conflictos entre las organizaciones criminales generan violencia, y la violencia genera tensiones internas y conflictos entre los cárteles. En este caso, el conflicto al interior del cártel se refleja en sucesos como el secuestro del hijo y del sobrino de Ignacio Coronel por parte de Los Zetas. Aun admitiendo que parte de la violencia criminal se genere endógenamente (como consecuencia de las pugnas periódicas dentro de las organizaciones), esto no explica el incremento sistemático de la violencia en el país durante los últimos tres años, ni sirve para deslindar al gobierno de su responsabilidad por el aumento de violencia.

Los cárteles, sus negocios multimillonarios, los frecuentes desacuerdos entre ellos y las traiciones internas, existen en México desde hace varios lustros, pero en gobiernos anteriores estos desacuerdos originaban rupturas y disputas con menor frecuencia y generaban niveles de violencia muy inferiores a los de hoy. Los cárteles no decidieron espontánea y sistemáticamente cambiar su forma de operación en 2008, fragmentarse y entrar en guerra. Hubo varios factores que modificaron su comportamiento. La política de arrestos del gobierno federal fue uno estos factores, pues puso fin a la estabilidad y certidumbre que durante años permitieron que los grandes capos mantuvieran un control firme sobre sus organizaciones y tendieran a privilegiar la negociación sobre la confrontación para resolver sus diferencias.

Lo anterior se sostiene cuando realizamos un análisis exploratorio sobre el impacto de cada uno de los arrestos o abatimientos en los niveles de violencia. Pero antes de presentar los resultados sobre el impacto de las detenciones en los niveles de la violencia conviene mostrar, con la misma metodología que utilizan Poiré y Martínez, el efecto de la detención de Juan Nava Valencia (arrestado también en Jalisco 11 semanas antes que Ignacio Coronel) en las tendencias de homicidios en la región.
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A diferencia de Poiré y Martínez yo analizo las tendencias de la violencia en un periodo más corto (trimestre), pues me parece que en un contexto altamente inestable un periodo corto capta con más precisión el efecto del evento en los niveles de violencia. Como puede observarse en la gráfica 2, tanto la tasa de crecimiento de la violencia como el nivel mínimo que se registraba antes del arresto de Nava, tuvieron un aumento drástico durante el trimestre posterior. Este arresto fue el que desató la violencia en la región, mientras que el abatimiento de Coronel la reforzó y sostuvo por un periodo adicional.

Conviene ahora replicar este tipo de análisis para cada uno de los arrestos y abatimientos de capos. En el cuadro 3 se indica el impacto de cada evento (arresto o abatimiento de capos) en los niveles de violencia. El análisis presentado incorpora la metodología propuesta por Poiré y Martínez (comparar la tasa de crecimiento de las tendencias), y la complementa con la comparación de los números absolutos antes y después del evento, y la comparación de los niveles mínimos entre periodos (“efecto escalamiento”). En todos los casos, el impacto se mide durante el trimestre posterior al evento.

El primer criterio de análisis consiste en simplemente comparar las cifras de ejecuciones antes y después del arresto o abatimiento. La ventaja de este método es que capta con nitidez la “ola” de violencia generada después del evento, en caso de que ésta haya tenido lugar. Una desventaja de este método es que puede atribuir al evento un efecto espurio en caso de que antes del evento existiera una tendencia ascendente y ésta siguiera estable después del evento. El segundo y el tercer método expuestos en el cuadro 3 exploran el efecto del arresto o abatimiento en periodos más cortos. La tasa de crecimiento nos permite conocer si el evento acelera o desacelera la dinámica violenta y el “efecto escalamiento” indica si el nivel mínimo y constante de ejecuciones aumentó en el periodo posterior al evento. Los resultados obtenidos con los tres métodos se muestran en el cuadro 3.
Como puede observarse, bajo el criterio de cifras absolutas, en 22 de los 28 casos analizados aumentó la violencia, es decir, en el 78.5% de los casos la violencia aumentó después del evento. Cuando comparamos las tasas de crecimiento antes y después del evento, encontramos que en 19 de los 28 casos la tasa de crecimiento registra un aumento, es decir, en el 67.9% de los casos. Finalmente, por lo que se refiere al “efecto escalamiento”, es decir, al aumento en el “nivel mínimo y constante” de violencia en la zona después del evento, éste se registra en 15 de los 28 casos, es decir, el 53.6% de los casos. Un resultado interesante del análisis es que en todos aquellos casos en los que no se registró un aumento en la tasa de crecimiento de la violencia, sí se registró un escalamiento en el nivel mínimo y constante de la violencia en la zona.

En suma, bajo cualquiera de los tres criterios los arrestos y abatimientos de los directivos de las organizaciones criminales tienen, en su mayoría, un impacto positivo en el aumento de la violencia. ¿Por qué? Además de propiciar los conocidos conflictos sucesorios dentro de las organizaciones criminales y el comportamiento oportunista de las organizaciones rivales para atacar al cártel que ha sufrido un descabezamiento, la estrategia intensiva en arrestos de alto nivel ha minado la relativa certidumbre que existía antes sobre la estabilidad de los liderazgos en cada cártel. Las diversas facciones delictivas tienen entonces menos incentivos para cumplir acuerdos, pues nada les garantiza que el siguiente individuo que encabece la organización los respetará. Adicionalmente, el actual contexto de alta conflictividad (tanto con las autoridades como entre cárteles) ha obligado a los cárteles a ajustar su estructura interna, lo que también puede generar fricciones. Por ejemplo, por la necesidad de aumentar su capacidad de combate, crece la importancia relativa de los grupos de sicarios o brazos armados. Estos grupos pueden exigir una mayor participación en las ganancias, o incluso tratar de suplantar al liderazgo tradicional del cártel (como en el caso de Los Zetas).

Cabe subrayar que el análisis realizado es descriptivo y no pueden extraerse de él relaciones causa-efecto. Debe emprenderse a la brevedad un trabajo estadístico más refinado, para lo cual sería muy útil que el gobierno transparente y actualice oportunamente toda la información relevante sobre la guerra contra el crimen organizado. Por ejemplo, el análisis de Poiré y Martínez se basa en información sobre homicidios desagregada semanalmente, cuando la que está disponible públicamente está desagregada sólo por mes. Dada la utilidad analítica de contar con información más detallada, confirmada con el fino análisis que realizan ambos funcionarios, sería deseable que cualquier ciudadano interesado también tenga la oportunidad —y el derecho— de acceder a información más puntual sobre los homicidios vinculados con la delincuencia organizada.


Dispersión de la violencia
El gobierno federal ha señalado reiteradamente que la violencia mexicana asociada con el crimen organizado es un fenómeno concentrado, es decir, un problema circunscrito a un puñado de municipios en la frontera norte y la costa del Pacífico. Sin embargo, a la fragmentación de los cárteles ha seguido un proceso de dispersión de la violencia. Como lo muestra la columna izquierda del cuadro 4 (en el que se registran los 20 municipios donde más aumentó o disminuyó el número de ejecuciones de 2009 a 2010), la violencia registra sus más altas tasas de crecimiento reciente en municipios donde era baja o inexistente en 2009. Por ejemplo, mientras que la violencia endémica en las ciudades de Juárez, Chihuahua, Culiacán y Tijuana creció en conjunto a una tasa de 27% entre 2009 y 2010, la tasa de crecimiento de la violencia en los 16 municipios restantes fue del 170% de 2009 a 2010.
En la columna derecha del cuadro 4 aparecen los municipios en donde la violencia registró su reducción mayor. Como puede observarse, se trata sobre todo de municipios en Guerrero (cinco), Chihuahua (tres), Durango (tres) y Michoacán (tres).

Quizás la mejor forma de percatarse del aumento en la dispersión de la violencia consiste en observar, año con año, los municipios que han registrado por lo menos una ejecución mensual en promedio, desde que inició la presente administración. Es lo que muestra la gráfica 3. Durante 2007 sólo 53 municipios registraron, por lo menos, una ejecución mensual en promedio. En 2008 la cifra aumentó a 84 y en 2009 a 131. El 2010 cerró con 200 municipios que cumplen con esta condición. En suma, un incremento de 277% entre 2007 y 2010.5
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La dispersión de la violencia es resultado de la fragmentación de las organizaciones criminales, la cual es en parte consecuencia de la alta inestabilidad de sus liderazgos. Los cárteles son organizaciones ilegales que no cuentan con mecanismos formales para institucionalizar su operación y arbitrar el conflicto más allá de relaciones personales. Por ello, la agresiva política de detención y abatimiento de capos del gobierno federal ha generado un aumento en los desprendimientos o la “deserción” de facciones o células de tamaño variable que antes formaban parte de un cártel.

En un primer momento —entre abril y octubre de 2008, periodo en el que los homicidios vinculados con el crimen organizado se triplicaron— estas escisiones ocurrieron fundamentalmente en la cúpula de los cárteles. El caso más importante fue el desprendimiento de la organización de los Beltrán Leyva del Cártel de Sinaloa. Estas rupturas cupulares generaron conflictos y un escalamiento de la violencia concentrado en las plazas más importantes para las organizaciones criminales.

Sin embargo, la fragmentación no se detuvo en la cúpula. Una vez alterado el statu quo que mantenía la jerarquía y la disciplina bajo el control de los grandes capos, los cárteles han continuado fragmentándose en organizaciones cada vez más pequeñas. Muchas de ellas ya no tienen la capacidad para seguir participando en el mercado internacional de tráfico de drogas. Pero, dada su experiencia en los negocios ilícitos y su alta capacidad para ejercer la violencia, estas organizaciones están incursionando en otras actividades ilegales. Como lo muestra la gráfica 4, delitos como la extorsión, el secuestro, el robo en instituciones bancarias y el robo de vehículos con violencia aumentaron significativamente entre 2007 y 2010.
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De modo que las guerras entre cárteles ya no se circunscriben a plazas estratégicas para el tráfico de drogas hacia Estados Unidos (e.g., Ciudad Juárez o Tijuana) o a “enclaves” de producción y distribución en los que los narcotraficantes y sus familias tradicionalmente residen (e.g., Culiacán o Uruapan). En todas las localidades en las que la delincuencia organizada ha encontrado condiciones propicias para asentarse (zonas urbanas con gobiernos locales débiles, redes de crimen menor y zonas de cultivos ilícitos), y en los que ya no hay predominio de un solo cártel, las organizaciones pequeñas actualmente se están disputando el control de una gran variedad de negocios ilícitos. Estas escisiones de “segunda generación”, ilustradas en el cuadro 2, fueron —junto con el rompimiento entre Los Zetas y el Cártel del Golfo— el principal factor del aumento y la dispersión geográfica de la violencia a lo largo de 2010.

Ahora bien, Los Zetas son un caso excepcional dentro de los cárteles mexicanos, pues esta organización ha desempeñado un papel central en el crecimiento y dispersión geográfica de la violencia, sin que sea claro que haya experimentado un proceso de fragmentación en pequeñas células. Por una parte, Los Zetas son una de las organizaciones más poderosas del país, la segunda en importancia después del Cártel de Sinaloa, por su participación en el mercado de tráfico de drogas. Por otra parte, Los Zetas se caracterizan por su proclividad a la violencia y han demostrado capacidad para participar en una gran variedad de ilícitos. Finalmente, Los Zetas destacan por su ubicuidad, tienen células que han participado en prácticamente todas las “guerras” del narcotráfico, y que además intentan controlar actividades delictivas en un gran número de entidades; se les encuentra lo mismo en sus bastiones de Tamaulipas, Veracruz, Hidalgo y San Luis Potosí, que en Durango, Guanajuato, Jalisco, Michoacán, Nayarit, Oaxaca, Quintana Roo y el Valle de México. Posiblemente algunas de estas células sean desertoras o bandas delictivas “pirata” que buscan sacar provecho de la reputación de Los Zetas. Sin embargo, no debe descartarse la posibilidad de que Los Zetas hayan desarrollado un modelo de operación único entre los cárteles mexicanos que les permita desdoblarse geográficamente a gran velocidad sin afectar su cohesión interna.

La principal consecuencia de la dispersión geográfica de la violencia es que el combate a la delincuencia organizada se convertirá, fundamentalmente, en un problema de estados y municipios. Por una parte, las fuerzas armadas y la policía federal no tienen la capacidad para desplegarse y desempeñar actividades de seguridad pública en todo el territorio. Esto puede observarse en los operativos conjuntos, cada vez menos eficaces. El relativo éxito de los primeros operativos no ha podido replicarse tanto porque los recursos humanos y la capacidad de las fuerzas federales son limitados, como porque ahora enfrentarán con más frecuencia pequeñas células delictivas, sumamente elusivas, bien coordinadas, con un alto poder de fuego y arraigo en las localidades.

Dada la actual dinámica de fragmentación de la delincuencia organizada, este último punto es especialmente relevante: las pequeñas organizaciones que están generando violencia en un gran número de localidades del país dejarán de ser gradualmente objetivos del gobierno federal. Las fuerzas armadas y la policía federal se concentrarán sólo en perseguir a las organizaciones mayores, que son las únicas que individualmente pueden representar una amenaza a la seguridad nacional (aunque colectivamente el gran número de pequeñas organizaciones representa también un desafío formidable a la seguridad pública del país).

Una segunda consecuencia de la dispersión geográfica de la violencia es de carácter político. Para sectores amplios de la sociedad, la violencia antes era un problema que parecía lejano. En la medida en la que la violencia ya no está concentrada sólo en algunas regiones, observaremos una creciente movilización social, y una presencia central del tema en las agendas partidistas y en el contexto electoral. Como las autoridades estatales y municipales serán las principales responsables de hacer frente al desafío que supone la dispersión de la violencia, la creciente demanda social posiblemente tenga el efecto positivo de propiciar avances efectivos en la profesionalización de las instituciones locales de seguridad, procuración de justicia y de carácter judicial; y de rescatar las cárceles estatales y municipales del control criminal.


“Daños colaterales”
En un contexto de fragmentación criminal, los “daños colaterales” de una guerra como la que sostiene actualmente el gobierno mexicano en contra de organizaciones criminales pueden elevarse súbitamente por dos factores principales.

El primero es la agudización del “problema de identificación”, el cual consiste en que frecuentemente los combatientes de todos los bandos no pueden distinguir entre “amigos y enemigos”.6 En la guerra contra el crimen organizado los delincuentes cuentan con un sinnúmero de agentes ocultos entre la población civil. Un ejemplo son los llamados “halcones”, personas dedicadas a vigilar espacios públicos para dar aviso a un grupo criminal sobre la presencia de fuerzas de seguridad o de otro criminal adversario. De manera que un problema mayor de la autoridad consiste en aislar a los criminales de la gente inocente. Los criminales, por su parte, también enfrentan agudos problemas de identificación. Por un lado, cuando no gozan de respaldo social, las comunidades en las que se esconden pueden denunciarlos o entregarlos a las autoridades. Además, en sus trabajos de custodia o conquista territorial las organizaciones criminales pueden fácilmente confundir grupos de ciudadanos con fuerzas de una organización criminal rival.
En un contexto de fragmentación criminal es probable que el problema de identificación se agudice, tanto del lado criminal como del gubernamental, lo que podría dar lugar a un aumento del número de muertes de civiles inocentes. En fechas recientes se ha suscitado una serie de asesinatos y masacres en los que aparentemente el problema de identificación desempeñó un papel crucial. Por ejemplo, en Acapulco ejecutaron “por equivocación” a 20 personas, originarias de Michoacán, el 30 de septiembre de 2010. El Cártel de La Barbie los confundió con integrantes del Cártel de La Familia Michoacana. Otro incidente similar ocurrió el 4 de diciembre de 2010 en Zacatecas cuando 10 cazadores fueron agredidos y ocho asesinados por un grupo de sicarios. Pensaron que eran parte de otra organización criminal por su equipo de cacería. También las autoridades gubernamentales han cometido este tipo de errores. El 30 de octubre de 2010, por ejemplo, el ejército mató a un joven arquitecto y lesionó a otros dos, al confundirlos con sicarios.

El segundo factor que puede elevar los “costos colaterales” en un contexto de fragmentación criminal tiene que ver con el aumento de acciones de represalia o castigo contra células criminales o individuos que se separan o “desertan” de la organización mayor. Las deserciones frecuentes y masivas son parte del fenómeno de fragmentación criminal. Cuando la organización no puede “castigar” directamente a sus desertores por su “traición”, la organización dirige sus acciones de castigo al círculo de familiares o amigos más cercanos de los desertores, quienes con frecuencia no poseen vínculo alguno con el crimen organizado.


Inseguridad: La ola que viene
Como mencioné previamente, una de las consecuencias más temibles de la fragmentación criminal es la súbita multiplicación de pequeñas células delictivas dedicadas a una gran variedad de ilícitos. De hecho, las cifras de incidencia delictiva de los últimos cuatro años muestran una espiral ascendente, especialmente de aquellos delitos en los que suele involucrarse el crimen organizado. La gráfica 4 registra delitos del fuero común por cada 100 mil habitantes de 2007 a 2010. El robo a instituciones bancarias creció un 90%, la extorsión en un 100%, el robo de vehículos con violencia en un 108%, y los secuestros en un 188%.

En el contexto de fragmentación criminal estas tendencias —de por sí inquietantes— podrían acentuarse pues, impedidas de participar en el mercado de exportación de drogas, las nuevas y pequeñas organizaciones buscarán incursionar en una gran variedad de ilícitos a nivel estatal y municipal. Este factor, por un lado, y la anemia de las policías estatales y municipales, por el otro, podrían contribuir decisivamente a que varios estados del país experimenten una severa crisis de seguridad pública en los próximos años.
Para dar una idea de lo grave que es la crisis de las instituciones policiales en los estados del país y de la escasa voluntad de la mayoría de los gobiernos estatales para aliviarla, presento en el cuadro 5 dos tipos de información.

En primer lugar, un apartado sobre el número de efectivos policiales en cada estado de 2009 a 2010, el promedio de policías por cada mil habitantes en cada estado (para saber si se encuentra por debajo o por arriba del estándar mínimo establecido por la ONU de 2.8 policías por cada mil habitantes), y el número de elementos policiales faltantes o excedentes de acuerdo con el criterio de la ONU.

En segundo lugar, presento un cálculo del tamaño de la fuerza de seguridad requerida con base en una métrica que toma en cuenta las bajas policiales y militares,7 la fuerza de seguridad actual con que cuentan los estados (sumando elementos de la policía federal y de las fuerzas militares) y, por último, la fuerza de seguridad faltante según la métrica mencionada.

Como se puede ver, 19 de las 32 entidades federativas están por debajo del requerimiento mínimo de presencia policial establecido por Naciones Unidas. De 2009 a 2010 solamente Guerrero, Chihuahua, Baja California Sur y Quintana Roo aumentaron significativamente el número de sus efectivos policiales (estatales y municipales). Casos preocupantes son los de Tamaulipas, Nuevo León, Coahuila y Veracruz; entidades altamente vulnerables a la presencia violenta del crimen organizado, que mantienen un déficit relativamente alto de elementos policiales. Un caso contrastante es el Distrito Federal, donde sobran policías, pues la capital del país posee 3.4 veces el número mínimo de policías recomendado por la ONU en tiempos de paz.

Ahora bien, el cuadro 5 muestra los resultados de una fórmula propuesta por Goode —analista del Departamento de Defensa de Estados Unidos—. Según la fórmula de Goode entre más intensa sea la “insurgencia” (entendida como un levantamiento contra la autoridad), mayor será la fuerza requerida para revertir el aumento de la violencia. Goode mide la intensidad de la insurgencia por el número de bajas registradas en las fuerzas militares y policiales. Aplicando este criterio a México, aparecen varios resultados sorprendentes. Entre las 10 entidades que necesitan elevar drásticamente el número de efectivos militares y policiales se encuentran Jalisco, Coahuila, Nayarit, Puebla, San Luis Potosí y Veracruz. Según el criterio de bajas policiales y militares, estos estados necesitan más fuerzas de seguridad que Guerrero, Sinaloa, Baja California y Durango. Otros resultados llamativos son que el “tranquilo” Querétaro ocupe el lugar 16 y que el Estado de México necesite una inversión mínima en este rubro. Por cierto, bajo el criterio de Goode, el Distrito Federal aparece con una fuerza policial muy sobrada, que exhibe un superávit de 44,007 efectivos.

Tener el número adecuado de elementos de seguridad es una condición necesaria pero no suficiente para combatir mejor al crimen organizado y reducir la violencia. La fórmula de Goode tiene claras limitaciones, pues no toma en cuenta variables que influyen en la eficacia de los cuerpos militares y policiales, como niveles de corrupción, calidad de entrenamiento y equipamiento, entre otros. Sin embargo, el ejercicio es útil porque permite conocer y medir el nivel de resistencia violenta hacia las acciones de las fuerzas de seguridad, y el tamaño requerido de las fuerzas de seguridad para contenerla.

Se puede observar que el nivel requerido en Chihuahua es menor en comparación con el de Nayarit. Esto se debe a que, a pesar de que la proporción de bajas de elementos de la fuerza de seguridad por cada millón de habitantes es mayor en Chihuahua que el mostrado en Nayarit, la proporción de elementos que actualmente se encuentra en Chihuahua es mucho más grande que la de Nayarit. Existen entidades donde la proporción o número de bajas de elementos de la fuerza de seguridad es igual a cero, por lo que finalmente queda como nivel requerido el nivel mínimo igual a 2.8, cifra que coincide con la requerida por Naciones Unidas en tiempos de paz.
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Por lo que se refiere al tema del presupuesto que los estados asignan a los ramos de seguridad pública y procuración de justicia, los datos son desconcertantes. En Guerrero y Chihuahua, entidades asediadas por la violencia y el crimen organizado, el presupuesto per cápita en seguridad pública apenas rebasa el promedio nacional que es de 289.2 pesos.8 Y en el ámbito relativo a la procuración de justicia, el presupuesto per cápita de Guerrero se sitúa muy por debajo del promedio nacional que es de 187.7 pesos. Al sumar ambos ramos, Chihuahua y Guerrero ocupan los lugares 15 y 16, respectivamente. Nuevo León y Tamaulipas son otros dos casos preocupantes. Ocupan los lugares 20 y 21, respectivamente, en lo que se refiere a su presupuesto per cápita de seguridad pública. Finalmente, Durango, Nayarit y San Luis Potosí, tres estados arriba de la mediana nacional en términos de violencia, ocupan los últimos lugares en el mismo rubro presupuestal. Por lo que se refiere al presupuesto per cápita en procuración de justicia, Nuevo León ocupa el lugar 16, Durango el 17, Jalisco el 19, Tamaulipas el 20, Morelos el 21, Guerrero el 23, Michoacán el 24 y San Luis Potosí el 32 (último lugar).


Una opción: La estrategia disuasiva
En un contexto de escasez de recursos y capacidades, y ante el riesgo de que el homicidio y otros delitos vinculados con la delincuencia organizada sigan creciendo en los próximos años, es necesario que tanto las autoridades del gobierno federal como las de los gobiernos estatales y municipales se familiaricen con los objetivos, supuestos y acciones típicas de los programas anticrimen de carácter disuasivo. El cuadro 7 presenta los objetivos y las acciones de las estrategias anticrimen de carácter “punitivo” (como la que practica actualmente el gobierno mexicano), y las estrategias de carácter disuasivo (como las que usan con frecuencia los tres niveles de gobierno en Estados Unidos).
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La estrategia punitiva se centra en castigar al mayor número de organizaciones criminales mediante la detención o el abatimiento de sus miembros, sin tomar en cuenta los efectos que estas acciones tendrán en los niveles de violencia. En contraste, una estrategia disuasiva se centra en enviar mensajes a las organizaciones criminales para desincentivar su comportamiento violento y las acciones que tienen mayores costos en términos de vidas humanas y bienestar social. Comúnmente, la estrategia punitiva, al buscar castigar al mayor número de criminales, propicia una impunidad generalizada debido a la dispersión de sus limitadas capacidades y recursos en los ámbitos judicial y de procuración de justicia.

Alternativamente, una estrategia disuasiva, al concentrar sus esfuerzos en aquellas acciones que más lastiman a la sociedad, propicia que el sistema penal sea capaz de procesar con mayor eficiencia los casos más urgentes e importantes. Finalmente, con una estrategia punitiva el gobierno no puede administrar sus recursos y capacidades de manera eficiente, pues los aplica de modo disperso, sin objetivos ni prioridades claros. De aquí que las acciones que derivan de esta estrategia sean con frecuencia débiles y carezcan de impacto. En el caso de una estrategia disuasiva los recursos se concentran y se administran de acuerdo a una clara jerarquización de objetivos y metas, por lo que sus efectos resultan más contundentes.

La estrategia disuasiva no implica un “pacto” con las organizaciones criminales. Por definición, un pacto supone obligaciones para quienes los suscriben. Una estrategia disuasiva no implica ninguna obligación por parte del Estado, pues éste nunca renuncia o compromete ninguna de sus capacidades o facultades. El Estado siempre se reserva su derecho a actuar en cualquier momento como mejor crea que conviene al interés público. En una estrategia disuasiva el Estado mantiene plena soberanía sobre el ejercicio legal de la violencia y la administra de forma estratégica para perseguir los delitos, según su importancia y urgencia. El Estado se reserva el derecho de perseguir todos los delitos, incluso aquellos que decida no perseguir de modo sistemático.

La actual estrategia de combate al crimen organizado del gobierno federal es, fundamentalmente, punitiva porque prioriza, tanto en las acciones como en el discurso, desarticular a todas las organizaciones criminales mediante detenciones y abatimientos de sus directivos. Esta estrategia de confrontación obliga a las organizaciones criminales a aumentar su poder de fuego y a usarlo tanto para hacer frente al gobierno como a las nuevas organizaciones rivales que aparecen como producto de la fragmentación de las organizaciones mayores. Las organizaciones criminales saben que, independientemente del grado de violencia que ejerzan, son blanco de la estrategia punitiva del gobierno federal.

En este contexto de incertidumbre los criminales no tienen incentivos para desistir en el ejercicio de la violencia. Por el contrario, como muestran los hechos, la violencia generada por el crimen organizado ha aumentado y se ha dispersado. Si bien la estrategia punitiva ha sido exitosa en desarticular a las organizaciones criminales, los espacios dejados por las organizaciones desarticuladas han sido rápidamente ocupados por un mayor número de organizaciones más pequeñas y violentas. Por lo tanto, lejos de haber recuperado espacios públicos, la estrategia actual ha provocado una disminución de la seguridad y la libertad de tránsito en extensiones territoriales cada vez más amplias. Este proceso de expansión de las áreas de influencia de la delincuencia organizada se aceleró dramáticamente a partir de 2008.

La estrategia punitiva muestra claros signos de agotamiento. La actual saturación de las fuerzas de seguridad federales, dispersas en varios frentes, ha terminado por disminuir su eficacia. Esto ha orillado a las autoridades a operar con mayor brutalidad y menor precisión, incrementando la muerte de inocentes y deteriorando la imagen de las fuerzas de seguridad federales ante la opinión pública. Ante esta situación es necesario replantear la estrategia y dirigirla a la disminución de la violencia, lo que implica desarticular selectivamente a las organizaciones con base en un criterio del daño que causan a la sociedad. Esta estrategia se enfocaría a perseguir secuencialmente a las organizaciones más violentas, con el propósito de disuadir a las demás de incurrir en este tipo de conducta. La clave para el éxito de esta estrategia consiste en asociar el castigo gubernamental al comportamiento criminal. Y esta conexión, en forma de amenaza, es la que debe comunicársele de modo efectivo a las organizaciones criminales, antes de que las fuerzas de seguridad entren en acción.

Un beneficio adicional de la estrategia disuasiva es que las fuerzas de seguridad federales están menos expuestas porque sus esfuerzos se concentrarán en combatir de forma selectiva un menor número de organizaciones criminales. De esta forma podrían actuar con mayor apego al Estado de derecho y minimizar los riesgos para la sociedad.
El gobierno de Estados Unidos con frecuencia recurre a acciones disuasivas para alterar el comportamiento de las organizaciones criminales. Una de las más recientes estuvo relacionada con el asesinato de un agente de migración y aduanas el 16 de febrero de 2011. Ocho días después de que el agente americano sufriera la agresión que causó su muerte, la DEA lanzó un operativo llamado “Fallen Hero” en 150 ciudades de Estados Unidos para combatir las operaciones de los cárteles mexicanos. El operativo fue rápido y contundente: duró tan sólo tres días y resultó en la detención de 676 personas, el decomiso de 12 millones de dólares en efectivo, 15.9 toneladas de marihuana, 467 kilos de cocaína, 29 kilos de metanfetaminas, 9.5 kilos de heroína pura, 280 armas y 94 vehículos. El operativo sólo generó un hecho violento en Houston, Texas, donde un oficial resultó herido de bala. Con esta acción el gobierno estadunidense lanzó un mensaje claro a los cárteles mexicanos: pagarán muy caro sus agresiones a autoridades americanas en territorio mexicano. Dado el alto costo que tuvieron que pagar en esta ocasión, los cárteles mexicanos difícilmente volverán a agredir a un agente americano.


Condiciones para un cambio de estrategia

Tres factores favorecerían el impulso de una nueva estrategia de combate al crimen organizado.

En primer lugar, el desarrollo de capacidades de inteligencia que permitan al gobierno actuar de forma independiente frente a Estados Unidos. Las prioridades de los dos países no son las mismas. Mientras que la política de desarticulación de grandes organizaciones criminales es consistente con el interés del gobierno de Estados Unidos de restringir la oferta de drogas en su territorio, México necesita ahora enfocar sus esfuerzos en reducir la violencia, incluso si esto implica destinar menos recursos a combatir el tráfico internacional de drogas. La actual dependencia respecto a Estados Unidos en varios aspectos de seguridad podría dificultar la adopción de una nueva estrategia, alineada con los intereses nacionales.

En segundo lugar, deben identificarse las acciones de autoridad más eficaces para disuadir la violencia criminal y desarrollar las capacidades institucionales al efecto. Esto debe hacerse en los tres órdenes de gobierno. En los últimos años las fuerzas de seguridad pública han desarrollado prácticas de operación que corresponden a un contexto de confrontación directa (por ejemplo, prácticas de identificación de blancos y de persecución a ultranza), que dificultarían a los gobiernos transmitir de forma eficaz el mensaje de que es en el propio interés de los criminales renunciar a algunas formas de violencia. En este rubro la orientación y asesoría del gobierno de Estados Unidos, con base en la Iniciativa Mérida, podría ser fundamental, pues los americanos tienen una larga experiencia en el diseño e implementación de programas antiviolencia exitosos, como los operados en Baltimore, Pittsburgh, Nueva Orleans, Boston, Chicago y Los Ángeles.

Y, en tercer lugar, debe consolidarse una demanda social más amplia y mejor articulada para poner fin a la violencia. La exigencia ciudadana de reducir la violencia había sido hasta ahora relativamente tibia. Con la dispersión geográfica de la violencia más mexicanos están tomando conciencia de la gravedad de este fenómeno. Muestra de ello es que las marchas contra la violencia celebradas el 6 de abril de 2011 lograron reunir, aproximadamente, a 34,151 personas en 21 ciudades del país.9 Es importante que la indignación y el malestar social cristalicen en una demanda social amplia y articulada, pues para favorecer un cambio de estrategia quien llegue a la presidencia de la República en 2012 debe tener un firme compromiso con la reducción de la violencia.


La responsabilidad política del gobierno
En fechas recientes ha adquirido importancia en los medios de comunicación un debate sobre la responsabilidad del Ejecutivo federal en la violencia derivada del combate a la delincuencia organizada. Un sector, dominado por personas cercanas a víctimas inocentes, ha señalado al gobierno como responsable de esta violencia. Otro sector ha señalado que los únicos culpables son los propios delincuentes, a partir de dos argumentos: primero, que el gobierno no sabía que la respuesta de los criminales sería de una magnitud tan grande; y, segundo y más importante, que esta violencia es una consecuencia no deseada —acaso un mal necesario— que resulta de los conflictos entre cárteles, es decir, de la violencia que ejercen otros. Estos dos argumentos tienen debilidades.
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Respecto al primer argumento, la ignorancia de las consecuencias de un acto no exime de responsabilidad. Todo actor con capacidad para razonar y moralmente responsable (y a quien, más que a un gobierno de elección popular, se le puede considerar moralmente responsable) debe valorar las consecuencias de sus decisiones. No hacerlo antes de actuar es una forma de negligencia. Por consiguiente, el Ejecutivo federal es responsable de la violencia que ha detonado el combate al crimen organizado, tanto si identificó los riesgos relacionados con su estrategia, en cuyo caso debe asumir la responsabilidad política de sus decisiones; como si actuó sin valorar sus posibles consecuencias, en cuyo caso actuó de forma negligente.

Respecto al segundo argumento, tampoco exime de responsabilidad que las consecuencias de un acto sean involuntarias o que resulten de la reacción de terceros. Como he descrito en otros textos, la violencia vinculada con la delincuencia organizada ha aumentado en gran medida como resultado de las escisiones y disputas entre cárteles, que a su vez son ocasionadas por las detenciones de capos y en algunos casos por decomisos masivos. En estos casos el gobierno federal es responsable —por supuesto, no de la autoría material de los crímenes— de generar condiciones que propician el escalamiento de la violencia, sin poner en práctica las medidas disuasivas necesarias para contenerla.

El Ejecutivo federal no es culpable de hechos particulares, pues ningún gobierno puede garantizar que sus ciudadanos sin excepción respeten la ley o se comporten de forma pacífica. Sin embargo, el Ejecutivo federal sí debe asumir su responsabilidad por los actos (o las omisiones) que propiciaron el aumento drástico en la violencia de 2008 a la fecha. El reconocimiento de esta responsabilidad no implica, necesariamente, que el gobierno haya actuado mal. A veces, para proteger el interés colectivo, los gobiernos deben tomar decisiones que implican grandes costos sociales. Sin embargo, el gobierno no ha articulado todavía una justificación convincente de su agresiva política de seguridad.

Para explicar la decisión de lanzar, por ejemplo, los llamados “operativos conjuntos”, no basta con señalar de forma genérica que el crimen organizado había arrebatado al Estado el control de parte del territorio nacional. Es necesario evidenciar los riesgos concretos que corría la seguridad nacional, así como los resultados tangibles que se esperaban obtener con los operativos. El gobierno también debe explicar qué hubiera pasado en caso de posponer su ofensiva el tiempo suficiente para avanzar en las tareas de reconstrucción institucional, y explicar por qué abrió tantos frentes en un periodo tan breve.

Las anteriores explicaciones son necesarias, y los ciudadanos que llaman a la rendición de cuentas y al escrutinio público de las autoridades no debilitan al Estado ni actúan como “tontos útiles” de la delincuencia organizada. Por el contrario, su exigencia contribuye a la construcción de las instituciones eficaces que son indispensables para fortalecer la seguridad pública y nuestra seguridad nacional.

Agradezco el valioso apoyo que me brindaron Eunises Rosillo, Roberto Arnaud y Roberto Valladares para la redacción de este artículo.

Eduardo Guerrero Gutiérrez. Consultor en políticas públicas. Presidente de la Asociación Mexicana de Ex Becarios Fulbright-García Robles.

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