lunes, 20 de junio de 2011

Pacto del Euro

El despropósito económico de los indignados

Juan Ramón Rallo

Las cosas deben quedarse como están, y si a Zapatero se le ha acabado el dinero, que apoquinen Merkel y Sarkozy (es decir, los sufridos contribuyentes teutones y galos).

Se quejan los indignados de que nos quedemos en las malas formas de la Marcha sobre Madrid y desatendamos su fondo; a saber, su conocida oposición a eso que han venido a llamar el Pacto del Euro, trasunto de aquel universalmente vituperado –algunas veces con razón– Consenso de Washington. Es lógico: cuando tomas las principales ciudades de un país y asaltas sus parlamentos, lo normal es que el foco de atención se mueva ligeramente. Pero bueno, atendamos su petición y fijémonos en lo que juran que es la sustancia de su movimiento.

No seré yo quien defienda el Pacto del Euro, más que nada porque eso de que los contribuyentes alemanes y franceses sigan recapitalizando a su banca tratando de evitar que los manirrotos Estados periféricos quiebren, no me parece ni moral ni económicamente acertado. La solución de verdad pasaría, por un lado, por una desamortización de todos los bienes que todavía acaparan esos Estados manirrotos para reducir drásticamente su endeudamiento (ahí está el caso de Grecia, que acumula activos por valor de 300.000 millones de euros, para una deuda de 350.000) y, por otro, por una reducción enérgica de su presupuesto con tal de eliminar su déficit.

Pero los indignados, que de querer –eso decían para quien quiso creerlos– regenerar la democracia española han pasado a pretender rediseñar los balances de todos los Estados y bancos del planeta, no proponen nada de todo esto; al contrario, el programa económico de Democracia Real YA se reduce a exigirle a Europa que nos sigan dando el dinero de sus contribuyentes a fondo perdido con tal de que la fiesta no se acabe. Que no otra cosa es su rechazo al Pacto del Euro: "denos dinero pero no nos exijan ningún compromiso verosímil para que se lo devolvamos". Ni reducciones de gasto ni liberalización de la economía. Nada. Las cosas deben quedarse como están, y si a Zapatero se le ha acabado el dinero, que apoquinen Merkel y Sarkozy (es decir, los sufridos contribuyentes teutones y galos).

Porque si no aceptan ni recortes en el gasto público, ni aumentos de ciertos impuestos como el IVA o Sociedades (en esto, vaya, sí coincidimos), ni una reforma del mercado laboral que se cargue los convenios colectivos para permitir que vuelvan a surgir oportunidades de negocio, ¿cómo pretenden que salgamos de ésta? Sí, de ésta, porque por si alguien no se ha dado cuenta, estamos al borde de la suspensión de pagos.

Recapitulo por si hay algún despistado indignado: los países periféricos, Grecia y España entre ellos, tienen un déficit público de alrededor del 10% del PIB. Eso significa que los impuestos que abonan sus ciudadanos no dan para cubrir los desproporcionados gastos de sus Estados niñera y metomentodo. De ahí que sean los ahorradores extranjeros –esos especuladores canallas que tan poco les gustan– los que nos estén prestado su dinero para que sigamos gastando por encima de nuestras posibilidades. Pero ojo, si nos lo prestan es para que se lo devolvamos algún día –normal, ¿no?–, y para devolvérselo tenemos que abandonar el déficit y amasar un cierto superávit. Mas, ¿cómo generar un superávit si, siguiendo las propuestas de los indignados, el Estado no puede ni reducir gastos, ni aumentar impuestos ni liberalizar la economía?

Mal asunto, sin duda. Entre otras cosas porque si los ahorradores internacionales se convencen de que no vamos a poder pagarles –idea a la que los indignados están contribuyendo notablemente–, dejarán de prestarnos ese 10% del PIB que actualmente nos están prestando. ¿Y qué significaría eso? Pues que ya podemos olvidarnos de tímidos y progresivos ajustes en el gasto público: de golpe y porrazo, habrá que meterle un tajo del 25% a nuestro gasto público (que a eso equivale el 10% del PIB que se nos está prestando). ¿Se lo imaginan? Pues eso es lo que conseguiremos haciéndoles caso a los indignados.

Y es que, al cabo, puestos a indignarse, ¿no sería más razonable hacerlo contra los políticos y el sistema económico –Estados enormes, un muy intervenido sistema financiero y relaciones laborales tomadas por los sindicatos– que nos han abocado a esta desesperada situación? Parece que no: lo que les indigna no es que hayamos malvivido una década de prestado, sino que ahora toque darnos un baño de realismo y comenzar a pagar nuestras deudas.

Juan Ramón Rallo es doctor en Economía, jefe de opinión de Libertad Digital y profesor en el centro de estudios Isead. Puede seguirlo en Twitter o en su página web personal. Su último libro es Crónicas de la Gran Recesión (2007-2009).

Socialistas neoliberales

Socialistas neoliberales

Por Carlos Rodríguez Braun

Libertad Digital, Madrid

La periodista y escritora Irene Lozano asegura en El País que "el PSOE ha impulsado las reformas de signo neoliberal". Como la palabra neoliberal sólo tiene sentido si se refiere al liberalismo, es decir, a la extensión de las libertades y la reducción de la coacción política y legislativa, hay que concluir que los socialistas han adoptado medidas en este sentido. Veamos.

Los socialistas han subido los impuestos, tanto directos como indirectos. También el gasto público y la deuda pública. Es decir, medidas opuestas al liberalismo. Doña Irene denuncia que Zapatero desertó "de la inspiración socialdemócrata", lo que nos lleva al absurdo: parece que la socialdemocracia está a favor de menos impuestos, menos gasto y menos deuda pública.

La señora Lozano habla también del "mercado sin ataduras". Los tratos y contratos de los ciudadanos, que eso es el mercado, están limitados por innumerables intervenciones. Con lo cual, cuando Lozano dice: "la política debe definir el marco jurídico, social y económico en que se desenvuelve la actividad del mercado y no a la inversa", eso es lo que sucede en la vida real.

Lo que no es real es que la crisis haya sido provocada "por la codicia financiera y la burbuja inmobiliaria, sendos fracasos del mercado". Otra vez, se trata de dos sectores donde no rige el mercado libre sino una profunda intervención pública.

Profunda será la satisfacción de doña Irene, porque pide "nuevas regulaciones". Tengo una gran noticia para ella: eso es lo que sucede ya: no vamos a más libertad sino aún a menos.

Va a menos razonabilidad la señora Lozano al subrayar: "los mercados han renovado sus ímpetus al asumir los gobernantes con toda naturalidad sus exigencias". ¿Los mercados? ¿Quiénes? ¿Dónde? En ningún caso se ha visto a los ciudadanos en sus transacciones, sus ahorros, sus inversiones, sus negocios, en ningún caso, repito, se ha visto que exijan pagar más impuestos, que es lo que han terminado pagando. Lo que exigen es lo contrario.

Y lo contrario a la lógica y a la libertad es concluir, como Irene Lozano: "si los mercados no están controlados por el poder democrático se hurta a los ciudadanos el autogobierno en asuntos económicos". Pero los mercados ya están controlados por el poder democrático, como se ve en el gran peso que tiene la política y la legislación en términos de impuestos, tasas, cotizaciones, regulaciones, prohibiciones, multas y un sinfín de intrusiones en la vida de los ciudadanos. Es precisamente ese control lo que hurta a los ciudadanos su autogobierno.

Tercermundismo en los tribunales

Tercermundismo en los tribunales

Justicia España Por Carlos Alberto Montaner

En España ocurre algo mucho más grave que la intensa crisis económica que sacude al país: la creciente politización del Poder Judicial. En el viejo reino se hace justicia progresista o justicia conservadora. La pudorosa señora de la venda y la balanza equilibrada ha dado paso a dos verduleras que se insultan groseramente. El Tribunal Supremo y el Constitucional andan a la greña. Hay magistrados empeñados en ser reformadores sociales y en conquistar la simpatía de uno u otro bando. El Poder Judicial español, lamentablemente, va adquiriendo los rasgos de un país del tercer mundo. Es vergonzoso.

Por ahora, no obstante, no se ha llegado al desastre de casi toda América Latina. En ese continente, en donde el Poder Ejecutivo suele colocar a sus peones en los tribunales para hacer lo que le da la gana, ocurren cosas peores. Los narcos imponen su voluntad a punta de pistola o de dólares. Abundan los jueces que venden las sentencias. Los poderosos casi nunca son condenados (como suele ocurrir en Guatemala o en México), o son perseguidos por eso mismo, porque son o han sido poderosos.

En Colombia, por ejemplo, el coronel Alfonso Plaza, que en 1985 fue declarado héroe nacional por liberar a cientos de rehenes y retomar el Palacio de Justicia de manos de las guerrillas procomunistas -que habían recibido dos millones de dólares de Pablo Escobar para crear una conmoción social que impidiera la firma de un tratado de extradición entre su país y EE.UU.-, dos décadas más tarde, sin pruebas y con testimonios fabricados por enemigos ideológicos, resultó condenado a 30 años por "uso excesivo de la fuerza".

En Venezuela, la víctima más escandalosa de la falsa justicia es el ingeniero Alejandro Peña Esclusa, a quien los jueces de su país le hicieron pagar su activismo internacional antichavista fabricándole una causa ridícula por confabulación para cometer actos terroristas, plantándole explosivos nada menos que bajo la cuna de su hija.

No hay nadie más temerario que el político que cree que le conviene controlar al Poder Judicial para perseguir a sus enemigos y legitimar sus trampas. Cuando cambian las tornas y los adversarios de antaño ocupan la casa de gobierno, lo primero que hacen es tomar la dirección del sistema de justicia y utilizarlo para vengar viejos agravios.

La democracia liberal -que es el modelo socioeconómico de los países más prósperos del planeta- no puede funcionar sin un Poder Judicial adecuado. Mientras en América Latina no haya una justicia imparcial, razonablemente rápida, de calidad y alejada de las manipulaciones de los políticos, siempre estaremos moviéndonos en la frontera de la catástrofe social y la inestabilidad institucional.

Un buen Poder Judicial comienza en las universidades, con grandes juristas y abogados notables convencidos de que desempeñan un papel clave para la supervivencia de la democracia. Son necesarios, además, jueces probos y competentes, bien remunerados y respetados, capaces de aplicar con justicia las leyes que aprueba el parlamento. Todo eso cuesta mucho dinero, tiempo y esfuerzo, pero no hay manera de eludirlo. Repetimos, una y otra vez, que nuestro modelo de convivencia está basado en el respeto al Estado de Derecho, pero no acabamos de entender que sin un buen Poder Judicial todo es inútil.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario